A principios de este año terrible, el veterano ucedeísta devenido en influencer Carlos Maslatón impuso el término «barrani» para ponderar a todo un abanico de prácticas económicas informales, desde pagar en efectivo para evadir impuestos hasta el contrabando y la venta callejera de productos falsificados. El concepto conectó tanto con la nueva derecha libertaria como con el viejo progresismo populista. La hipótesis barrani les ofrecía a ambos un nuevo sujeto político con los sabores preferidos del plebeyismo argentino (marrón, creativo, irreverente) y una floreciente rama de la microeconomía en medio de una recesión, tan vital que no requería de antipáticas decisiones macroeconómicas (ajuste fiscal, devaluación, etc), solo había que dejarla ser. El clima de consumo irónico y aparente transversalidad que hizo posible a Maslatón se destruyó aceleradamente a lo largo de 2023. Pero el fugaz hechizo por lo barrani debería habilitar una pregunta que nos acompañará durante largo tiempo adónde sea que vayamos: ¿qué capitalismo hace la gente que sobra? ¿para qué sirven los pobres?
Hasta ahora la respuesta fue hegemonizada por las diferentes versiones de la llamada «economía popular», que supo hacer de un problema (la masa marginal), un actor social y un sector de la economía. Pero lo hizo a costa de reforzar conceptualmente su marginalidad: la economía popular de Singer y Coraggio no produce valor, lo reproduce; se ubica al margen del capitalismo para resistirlo, para recibir subsidios o ambas cosas a la vez. Una propuesta muy difícil de sostener en el tiempo y aún más difícil de vender al resto de la sociedad. A menos que la convenzamos de que es igual de marginal. Pero por informalizados que estén el programador o el repartidor, son conscientes de que generan valor y de que el cartonero o el mantero no lo hacen. Otra vez, ¿qué capitalismo hacen los pobres?
La pobreza como fuente de riqueza
El barrani maslatoniano no fue más que la divulgación eficaz y payasesca de las ideas de Hernando de Soto, un economista peruano que trabajó con Fujimori y logró ser uno de los pocos liberales doctrinarios (ungido por Friedrich Hayek como su sucesor) que influyó directamente en políticas de organismos internacionales, incluso de gobiernos progresistas. La tesis de De Soto es que las actividades económicas informales de los sectores marginales generan una cantidad de riqueza que está por debajo de los radares del PBI y que es reprimida por la carga de las regulaciones estatales. Para De Soto, los pobres no son proletarios sin empleo, son empresarios sin capital. Su solución consiste en facilitarles ese capital de dos maneras: α) titularizando la propiedad de sus viviendas informales y β) desregulando el marco de sus actividades económicas. La versión más sólida y depurada de «no regalar pescado sino enseñar a pescar». Dos políticas minimalistas que permitirían transformar a los bolsones de pobreza en fuentes de riqueza, formalizando a la informalidad tal como está.
La vía α de su propuesta—inscribir legalmente la urbanización informal, un proyecto que ya había desarrollado el británico John Turner en el propio Perú durante los años 70—inspiró a los gobiernos comunista de Calcuta y petista de San Pablo. Respecto a la vía β, liberar la potencia económica de las actividades informales, quizás el mérito de De Soto consista en haber descubierto la pólvora y patentarla a su nombre. Leamos a Frank Snowden sobre Nápoles en 1884:
«Una característica de la renqueante economía local estaba en las decenas de miles de personas que subsistían vendiendo sus mercancías en medio de calles y callejones de la ciudad. Estos míseros empresarios eran los que daban a Nápoles su enfebrecida actividad como gran centro comercial. Estos hombres y mujeres no eran trabajadores, sino “capitalistas con harapos” que cumplían una desconcertante variedad de papeles que confundían cualquier intento de enumerarlas, y a los que una autoridad local calificaba de “microindustriales”. La élite callejera eran los vendedores de periódicos que mantenían su oficio todo el año y disfrutaban de una remuneración estable».
Las estrategias de supervivencia de los pobres son tan viejas como la pobreza. Y el mercado es su ecosistema. Al debate nominalista por conceptualizarlos― «informales», «masa marginal», «microindustriales», «excluidos», «emprendedores», «capitalistas sin capital»―le deben seguir políticas realistas para gobernarlos: viabilizar en algún sentido a un sujeto y unas prácticas que evidentemente van a formar parte de cualquier salida a la crisis económica y política que atraviesa la Argentina. Para evitar la tentación de sublimar a la economía informal como un cáncer social a extirpar, un tesoro económico a desenterrar o una reserva moral a la que acudir, nos puede ayudar una perspectiva un poco más amplia.
Planeta de mercados informales
Informal market worlds. The architecture of economic pressure es un proyecto de Peter Mörtenböck y Helge Mooshammer, dos urbanistas que coordinaron una red global de colaboradores para reportar y mapear 72 mercados informales en todo el mundo. El registro oficial sigue siendo la lista de «notorious markets» (mercados de mala fama) del Special 301 Report publicado por la Oficina del Representante Comercial de los Estados Unidos, que vigila y advierte sobre casos de piratería, falsificación y otras violaciones a la propiedad intelectual. Allí figuran el Mercado de Tepito mexicano, La Salada argentina y el Petrivka ucraniano. Pero el reporte se concentra en los mercados informales del Sudeste asiático, India y China a la cabeza, cuya centralidad global y creciente poder adquisitivo los transforman en un problema geopolítico. Por fuera de esta lista negra hay casos universales, como los vendedores ambulantes; particulares, como los mercados de contenedores del ex bloque socialista; o extremos, como los mercados posbélicos de zonas como Darfur, Líbano o Kabul. Estos últimos surgen tanto de la necesidad de autoorganizarse ante la escasez como de la oportunidad de capitalizar la penuria, y pueden tanto perpetuar las asimetrías e injusticias de la guerra, como contribuir a a la regeneración económica de posguerra, e incluso a la convivencia, tal es el caso del shopping Arizona de Brčko, en Bosnia Herzegovina.
Hay mercados intersticiales que aprovechan exiguas franjas de tiempo y/o espacio dentro de la saturación urbana, como las «ferias de madrugada» de Hong Kong o San Pablo, o el viralizado Maeklong de Tailandia, al borde del ferrocarril. La espacialidad es aún más compleja en los famosos mercados de frontera como Ciudad del Este, El Paso y otros menos conocidos como Kirkenes, entre Rusia y Noruega, o Rongkleu, entre Tailandia y Camboya. Allí los conflictos típicos del contrabando y las migraciones forman parte de un espectro más amplio de oportunidades. Una frontera separa tanto como une: yuxtaponer dos o más ecosistemas legales, monetarios y sociales distintos habilita inevitablemente un flujo de mercancías y personas de un lado a otro, de la misma manera que dos cuerpos a diferente temperatura producen un flujo de energía de uno a otro.
En octubre pasado, Mörtenböck y Mooshammer estuvieron en Argentina, invitados por m7red, donde aprovecharon para recorrer La Salada. Al escuchar el ruido de la cinta de embalar rodeando uno de tantos bultos de mercancías, Helge dijo: «Ese es el sonido de fondo de todos los mercados informales, desde Rusia hasta acá». Los mercados informales son un fenómeno territorial, incrustado en condiciones geográficas, culturales y políticas totalmente locales y particulares. Pero también son una plataforma global, presente en todo el mundo, integrada plenamente a la circulación de los bienes y personas (y virus e ideas y todo tipo de objetos) que los flujos tecnofinancieros arrastran y empujan por el planeta, que saben aprovechar las posibilidades tecnológicas del capitalismo 4.0 y disputan palmo a palmo una superficie terrestre cada vez más escasa y peliaguda con los Estados nacionales (que van calibrando su tolerancia), las grandes corporaciones (cuyas marcas difunden y/o falsifican) y los organismos internacionales (que los observan de cerca sin poder actuar sobre ellos).
La informalidad está completamente integrada al capitalismo global. No solo le permite ser realmente global, llevando sus marcas y pautas de consumo a rincones que pocos CEOs o publicitarios querrían pisar, sino que funcionan como backup permanente en tiempos de desglobalización: allí donde la guerra, la miseria, el soberanismo o alguna catástrofe corten el flujo tecnofinanciero global, se montará un mercado y el logo de Nike resurgirá de las cenizas sostenido por la mano más sucia y curtida del planeta.
Mercado Libre está a 10 minutos de La Salada
Pensemos en un triángulo. En un vértice está el mercado; en otro, el Capital; y en otro el Estado. La distinción puede incomodar a los enemigos del pensamiento binario (si bien lo mío sería trinario) ¿Acaso no está tallado en el mármol de las ciencias sociales y la economía heterodoxa que La Economía Siempre Requiere del Estado? Pero justamente esa frase es posible porque los concebimos por separado: una es sujeto, el otro modificador directo. Por más concentrada que esté, pensamos a la economía como un marco, con un grado mínimo de horizontalidad que nos permite «estar» en ella, «vivir» en su red. El Estado, por más democratizado y/o pretorizado que sea, funciona verticalmente, «hace» o «no hace», «permite» o «prohíbe». Actúa sobre nosotros, no lo habitamos. Respecto a la distinción entre capitalismo y mercado, no hay más que citar a Fernand Braudel:
«Hay dos tipos de intercambio: uno, elemental y competitivo, ya que es transparente; el otro, superior, sofisticado y dominante. No son ni los mismos mecanismos ni los mismos agentes los que rigen a estos dos tipos de actividad, y no es en el primero, sino en el segundo, donde se sitúa la esfera del capitalismo… Si usualmente no se hace una distinción entre capitalismo y economía de mercado es porque ambos han progresado a la vez, desde la Edad Media hasta nuestros días».
La modernidad decantó esas tres esferas para que pudieran interactuar mejor. El Estado ordena los mercados para que el Capital pueda acumularse. El Capital hace circular una gran parte (pero solo una parte) de los bienes e información por el mercado para realizar su valor. Y los mercados congregan a todas las personas que necesitamos esos bienes y esa información para vivir. La formalidad o informalidad de esos mercados y esas personas es una frontera que se va moviendo según las necesidades y posibilidades del Capital y el Estado en cada época. Cuando el gobierno de los Estados Unidos prohibió el alcohol, generó un mercado sobre el cual operaron ciertos capitales; cuando levantó la prohibición, generó otro tipo de mercado para otros capitales. Las sucesivas decisiones sobre el mercado de cocaína remapearon a América Latina: Colombia y Bolivia reemplazaron a Perú como productores y México reemplazó a Merck como distribuidora; los campos de amapolas de Sinaloa ardieron, y Félix Gallardo y Jorge Luis Ochoa cartelizaron a sus países.
La época que nos toca vivir está signada por la creciente informalidad del Capital: el flujo tecnofinanciero cada vez se ajusta menos a normativas de ningún tipo. Keith Hart, que acuñó el concepto de «economía informal» en 1971 a partir de una investigación hecha en Acra, dice que hoy la informalidad conquistó al mundo:
«La economía informal comenzó hace cuarenta años como una forma de hablar de los pobres urbanos del Tercer Mundo que vivían en las grietas de un sistema de reglas que no llegaba hasta ellos. Ahora el propio sistema de reglas está en duda. Todo el mundo ignora las reglas, especialmente las personas que están en la cima―los políticos y burócratas, las corporaciones, los bancos―y evitan ser considerados responsables de sus acciones ilegales. La privatización de los intereses públicos es probablemente universal pero la novedad del neoliberalismo es que, mientras que la alianza entre dinero y poder solía ser encubierta, ahora se celebra como una virtud, envuelta en la ideología liberal. La economía informal parece haberse apoderado del mundo, disfrazada con la retórica del libre mercado».
La emancipación del Capital mercantiliza objetos y prácticas hasta casi no dejar nada afuera, amplía la cantidad y oportunidad de operaciones económicas no-legales y reduce la capacidad del capital de absorber a la población activa de manera estable (el «empleo legítimo» que todavía ofrecen los políticos). Prácticas como el leasing, las «posiciones en corto» o el propio modelo de start up generaron capitalistas sin capital en el vértice superior del capitalismo. Más mercancías, menos ley, más gente sobrante. Más mercados informales. Los Estados y el Capital no dejarán de presionarlos para condicionar o redireccionar su funcionamiento pero no pueden suprimirlos ni pretenden hacerlo. Forman parte de su presente y de todos los futuros que podamos imaginar. Si el orden global colapsa, serán el backup que mantendrá la distribución de bienes en los pedazos que sobrevivan; si el orden global escala, serán la plataforma territorial que le dé asiento y condición de posibilidad en cada punto del planeta; si el flujo tecnocapitalista escapa del control humano, serán nuestro refugio, quizás lo último que quede de aquello que alguna vez llamamos «sociedad civil». Montesquieu decía que el comercio dulcifica el carácter y una «república mercantil» podía ser más pacífica y hospitalaria que las austeras y marciales repúblicas antiguas. Ojalá siga siendo cierto.
En los últimos cien años Argentina tuvo una relación inestable con el flujo tecnofinanciero: plenamente integrada hasta 1930, considerablemente aislada hasta 1950, intentando reconectarse con poco éxito hasta 1990, y con más éxito hasta julio de 2001. Desde entonces volvimos a cerrarnos, confiando primero en nuestras exportaciones de soja y luego en nuestra inimitable manera de hacer las cosas: campeones del mundo, peronismo universal. A partir de 2013 volvieron los intentos fallidos por reconectarnos. Mientras tanto, el sector informal fue fermentando bajo las lajas de una economía entumecida: en el empleo negro, en los supermercados chinos, en la bolsa blanca sojera, en las autopartes manchadas con sangre, en las torres y barrios privados construidos con ahorros inconfesables. Y en los mercados informales. Esa capa mullida de fermento amortiguó los golpes de la macroeconomía hasta que empezó a aflorar entre las lajas del país legal. El Centro de distribución de Mercado Libre está a 10 minutos en auto de La Salada. Esa capa mullida de fermento está más conectada al funcionamiento del mundo que gran parte de nuestra economía formal. Y que nuestros representantes.
Me preocupa la democracia, me preocupa la paz social, me preocupan el pluralismo y los derechos adquiridos. Soy un progre. Pero el futuro del país se juega en la reconexión con el flujo tecnofinanciero y en la gestión de ese fermento que ya es el suelo que nos sostiene. Y el futuro empieza este domingo.
Fotos: Sarah Pabst - La Salada Project