El capitalismo contado por sus propios monstruos
200 años de capital en cinco sujetos híbridos
Cada sociedad elige cómo narrarse, cómo cantar sus glorias y cómo expresar sus miedos. Nosotros también. No estamos tan lejos de aquellos que, luego de un largo y penoso día de trabajo, se reunían a escuchar la historia de Gilgamesh, de Job, de Aquiles o de Cristo. Con la sociedad industrial el discurso científico se apropió de esa prerrogativa sacerdotal de narrar a los hombres y a su futuro. Las ciencias sociales se encargaron de lo primero; la ciencia ficción de lo segundo. Desde entonces, los caminos de esos discursos se cruzaron una y otra vez. Hoy quisiera cruzarlos una vez más para saldar una deuda.
En 2019 periodicé rústicamente a la historia contemporánea en cuatro versiones del capitalismo que debieron instalarse en ese hardware que somos nosotros y el planeta que habitamos. Así, el capitalismo 1.0 fue el capitalismo manchesteriano de la primera mitad del siglo XIX; el capitalismo 2.0, el llamado capitalismo monopólico o fordista, que empieza a fines del siglo XIX y llega hasta la década de 1970; el capitalismo 3.0, el neoliberalismo o posfordismo; y el capitalismo 4.0, el que parece emerger desde 2008, puede este que sea solo la crisis del 3.0 y no un sistema en sí, aunque ya está durando demasiado.
Apurado por llegar al futuro y concentrado en el capital y el trabajo, descuidé en esa historia a los símbolos con los que las personas entendieron a cada capitalismo. En esta época saturada de cultura, esos símbolos son nuestra primera versión de las cosas. Se dijo que la generación de posguerra aprendió a besar mirando cómo lo hacían los actores de cine, hoy parece imposible participar del debate sobre nuestro entorno y sus posibilidades a futuro sin referir, aún críticamente, a una serie o una película. El capitalismo 4.0 existe para nosotros por streaming. No me voy a meter en un debate que ya tiene a sus especialistas—la gente que mira series y opina—, solo quiero extender ese criterio estetico hacia el pasado y buscar las referencias a los capitalismos anteriores en algunos hitos contemporáneos de la ciencia ficción, especialmente en sus monstruos, esos sujetos híbridos que, si seguimos la lección de La cuestión judía, son la proyección de aquello que tememos de nosotros mismos.
¿Para qué hago esto? Porque me gusta la Historia, de hecho vivo de ella; para oxigenar un poco mis excesos materialistas y ordenar conceptualmente mi educación sentimental, en especial la fase de bulimia cultural analógica entre 1994 y 2001. Y porque qué otra cosa se puede hacer salvo ver películas.
Frankenstein, el malentendido
Empezar con Frankenstein sería un clisé burdo y decepcionante. Y es lo que voy a hacer. Pocas ficciones lograron secuestrar nuestra imaginación respecto a la tecnología y sus riesgos como lo hizo la novela de Mary Wollstonecraft Shelley (née Godwin). Pero también pocas generaron tantos malentendidos. Desde su adaptación teatral en 1823, la historia del científico que crea vida y termina destruido por ella fue la metáfora del temor social ante cada innovación tecnológica, desde la fertilización in vitro hasta la IA, pasando por la energía atómica y la clonación. Pero Frankenstein o el moderno prometeo, publicada en 1818, pertenece a un momento específico: la Revolución Industrial, el origen del capitalismo 1.0. No hay fábricas ni obreros en la novela (la autora los despreciaba), sino una serie de malentendidos y rasgos congénitos que Frankenstein y el capitalismo arrastrarán durante el resto de sus vidas.
El primero de ellos es el ludismo, el repudio a la tecnología. Las fechas coinciden con precisión de relojería: en 1811 comienzan las destrucciones de maquinaria y Mary es enviada a Escocia por su padre para que «crezca como filósofa»; en 1817 se produce el levantamiento ludita de Pentrich y Shelley termina de redactar Frankenstein; en 1831 comienzan las destrucciones de trilladoras en el campo y Shelley decide publicar la versión revisada de su novela, sin las invasivas correcciones de su difunto marido Percy. Sin embargo, Mary no era una tecnófoba: mientras vivió con su padre pudo frecuentar a hombres de ciencia y más tarde asistió a varias charlas del tema en Londres junto a su marido, quien a su vez había tenido una formación científica de excelencia en Eton y Oxford. Los inspiradores del Dr. Viktor Frankenstein no son científicos modernos sino alquimistas medievales como Alberto Magno, Agrippa o Paracelso. De hecho, Frankenstein debe más al Golem de la judería medieval que a Francine, la réplica mecánica que Descartes construyó de su pequeña hija muerta, según una leyenda moderna. Si hay alguna moraleja, apunta Elizabeth Bear, es que «las decisiones de Victor Frankenstein son fatales no por su deseo de conocimiento, sino por su empeño en evitarlo». A Viktor no le sobran ciencias duras sino que le faltan humanísticas: no tiene noción de ética, ni de ley, ni de metafísica, es un materialista antiaristotélico que considera que un ser humano es cualquier cosa hecha con material humano.
Eso nos lleva al segundo síntoma: Frankenstein como una crítica al prometeísmo, a la pretensión de transformar al mundo y a la humanidad sin asumir un límite predeterminado. Fue tan prometeica la Revolución Industrial como la Francesa y todas las que le siguieron. La novela de Shelley, escrita durante el reflujo revolucionario posterior a Waterloo, fue leída como un ajuste de cuentas de la autora con su entorno personal: hija de una pionera del feminismo moderno que murió al parirla, la vida de Mary estuvo marcada por su padre y su marido, dos hombres de izquierda de los que sufrió destratos y abandonos. Sin embargo, reducir Frankenstein a un venganza terapéutica de su autora es mellar el filo una advertencia antiprometeíca que nos alcanza doscientos años después, con el peso de todas las revoluciones fallidas y la evidencia de una crisis climática que comenzaba en el mismo momento en que ella escribía su novela. Aunque una lectura atenta nos permite ver también que el propio Frankenstein es anti-prometeico: cuando el monstruo le pide que engendre a otra criatura para no estar solo, Viktor teme que se procreen, se niega y así condena a su entorno humano al dolor y la muerte. Pretender dominar la naturaleza es peligroso, renunciar a gobernarla una vez alterada lo es aún más.
Finalmente, el mayor malentendido de Frankenstein fue su legado inmediato. Más atraído por la figura del científico loco que por la tragedia del monstruo, evidentemente, el siglo XIX estaba más preocupado por la ética individual que por las posibilidades y riesgos del capital. Esa lectura llegó hasta la amable ciencia ficción victoriana de Jules Verne y H.G. Wells, donde la tecnología suele ser neutra y los que fallan son los individuos. Al siglo XX le tocó descubrir la soledad de la creatura.
La primera versión fílmica de Frankenstein fue producida en 1910 por uno de los popes del capitalismo 2.0: Thomas Alva Edison. Pero fue la película de James Whale de 1931 la que colonizó nuestra imaginación. La interpretación de Boris Karloff, una especie de patovica dark con bornes en el cuello, consigue transmitir el patetismo del original pese a perder la locuacidad romántica por unos gruñidos norteamericanos. Ninguna representación de Frankenstein pudo librarse de ese aura de tristeza que desde entonces envuelve a todos los robots de la ficción, desde HAL 9000 al NDR de El hombre bicentenario y, por qué no, el T-800 de Terminator.
Es la melancolía del androide. No comprendemos a las máquinas: las miramos con recelo un instante después de haberlas creado, pasamos de su instrumentalización acrítica al atavismo ludita de destruirlas. Separamos a la fría técnica del alma humana cuando no hay nada más humano que la tecnología. Superar la crisis civilizatoria de la disrupción tecnológica y el calentamiento global requiere relacionarnos de otra manera con máquinas que tienen una sustancia propia, objetos que en un punto se nos escapan pero con los cuales convivimos, si no es que ya vivimos dentro de ellos.
R.U.R. vs. Metropolis
La Primera Guerra Mundial puso toda la tecnología del capitalismo 2.0 al servicio de la destrucción. Era inevitable que la pregunta por la técnica brotara en el medio de la Europa en llamas. Fue allí, en la flamante Checoslovaquia, que en 1920 surgió la palabra «robot» en el drama R.U.R (Robots Universales Rossum) de Karel Čapek. El término fue una idea de su hermano Josef, seguramente inspirado en robota, una categoría eslava de trabajo servil abolida luego de la revolución de 1848. En la obra, ambientada en el siglo XXI, R.U.R es una empresa que fabrica androides de protoplasma para trabajar. El «científico loco» quedó atrás, en su lugar el protagonista es el gerente de la planta. Y su ambición prometeica y bienestarista es «que ni una sola alma se embruteciera trabajando en la máquina de otro (…) Quería convertir a la humanidad en la aristocracia del mundo».
Hasta que llega una activista de la «Liga de la Humanidad» y les inocula sentimientos humanos, el primero de los cuales es, claro, odiar a los humanos. Los robots comienzan a rebelarse bajo la consigna «Robots Universales, uníos». Praga estaba muy cerca del Moscú leninista de 1920. El problema es que R.U.R no puede dejar de fabricarlos porque la demanda no se corta: la inutilidad laboral humana llevó a que su natalidad sea nula. Así funciona el fordismo, así evoluciona la humanidad. Los robots terminan por matar a todos los humanos menos al ingeniero Alquist, que «trabaja con sus manos como los robots». A él le encargan que descubra la fórmula para fabricar más robots, perdida en la destrucción de R.U.R. Alquist fracasa hasta que descubre signos de afecto en una pareja de robots, Helena y Primus. La obra cierra con la esperanza de que esos Adán y Eva robóticos funden una nueva especie.
La obra de Čapek fue un éxito inmediato: en 1922 llegó a Broadway y tuvo dos versiones televisivas en la BBC, en 1938 y 1948. En 1935 se estrenó El Robot de Jim Ripple, retitulada Loss of Sensation, film soviético que combina elementos de R.U.R. y de Go Robotari (1929) de Volodimir Vladko, e incomodó a Stalin. Pero el robot más famoso de esos años fue otro: en 1927 se estrenó Metropolis, la película dirigida por Fritz Lang sobre guión de Thea von Harbou. Junto con el exitoso Fausto de Murnau, fue una de las últimas producciones de calidad de la Universum Film Aktiengesellshaft, adquirida en 1926 por el empresario ultraconservador Alfred Hugenberg, más adepto a los «films de montaña» que por entonces protagonizaba la cara caballuna de Leni Riefenstahl.
La película comienza con un lema que se resuelve al final: «El mediador entre la cabeza y las manos debe ser el corazón». Sobre la usual metáfora corporal de la sociedad, el film presenta un corte radical entre la ciudad de Metrópolis, aséptica y deslumbrante, y el submundo fabril que le permite funcionar, ambos mundos administrados por el magnate Fredersen. Aquí también irrumpe una mujer: María, una obrera que predica la hermandad humana y enamora al hijo de Fredersen. El magnate, receloso, le pide a un científico que desacredite a María con un androide que tenga su aspecto. Pero el resentido científico aprovecha al autómata para enardecer a los trabajadores contra las máquinas, quienes llevan a Metrópolis al borde de la destrucción. Sólo el llamado del hijo de Fredersen a la paz y la destrucción del autómata salvan a la ciudad y permiten una unión entre los trabajadores y el magnate.
Lang y Harbou ponen en escena mucho de lo que se pensó en el siglo XIX y de lo que se pensará en el resto del siglo XX: las masas enfervorizadas al son de la Marsellesa, los nibelungos trabajando bajo tierra, la fábrica como un Moloch que devora a sus obreros pero también como espacio disciplinario de cuerpos ordenados e impersonales, la alienación que obsesionaba a contemporáneos como Lukács o Kafka (los obreros no conocen la ciudad que hacen funcionar, los ciudadanos no conocen el submundo que los sostiene), el poder soberano de vida y muerte (Fredersen, a la vez empresario y gobernante de Metrópolis, ordena colapsar la ciudad para reprimir a las masas). Con todo, Metropolis no resiste la tentación de lugares comunes como la tecnología neutra, el científico loco o la comunidad organizada. Al momento de su estreno en Buenos Aires, el diario Crítica señaló que «la concepción del director Lang con respecto al mundo material futuro supera a su concepción de la moral del hombre futuro». Me atrevería a agregar que ambas concepciones son igualmente entecas.
Si los robots de los Čapek remitían al trabajo, el Menschmaschine de Lang y Harbou no tiene otro fin que reemplazar pasivamente a un ser humano. Concebido por Rotwang para recrear a su hija muerta, luego buscará sustituir a María por encargo de Fredersen: «El hombre del futuro. Dame 24 horas—promete el científico—y haré que sea un ser humano». Sin embargo, su naturaleza parece limitada: a diferencia de los subversivos de Rossum o del inconformista de Frankenstein, el autómata de Rotwang es dócil para cumplir las órdenes de su creador. Su carácter dañoso proviene de la perversión humana que lo instrumentaliza. Aún así, tanto el autómata como su creador (él mismo en parte artificial con su mano ortopédica tan típica de posguerra) al final deben morir para garantizar la unión social.
La apuesta política de Metropolis es tan emocionante como equívoca: tregua social pero destrucción de los otros, reconciliación y hoguera. El grito de la multitud «Tod des Maschinen» es menos una expresión de ludismo que la búsqueda de un culpable externo de los males humanos. Por otra parte ¿cuál será el destino de los obreros luego de la reconciliación? ¿Retornar al trabajo ebrios de pertenencia nacional o poder disfrutar de una parte de los placeres de la ciudad? Seis años después de estrenado el film, Hitler llegaba al poder; veinte años después, la Alemania dividida conocía el bienestar. Lang rechazó trabajar con Goebbels y emigró a los Estados Unidos; Harbou se afilió al nacionalsocialismo y trabajó como guionista del III Reich. Josef Čapek, el padre de los robots, murió en el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945.
La consagración estética de Metropolis nos distrajo de la austera sabiduría de R.U.R. Čapek le asignó a sus robots una función socioeconómica, motivos políticos y una esperanza de subjetividad: «Éramos máquinas pero el miedo y el dolor nos han dado un alma». Tendremos que esperar hasta la crisis del capitalismo 2.0 para volver a escuchar a un robot hablar así.
¿Quién vive?
«¿Es duro vivir con miedo, no?—le dice Roy Batty a su perseguidor a punto de morir—En eso consiste ser esclavo».
El tiempo que pasó entre la publicación en 1968 de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la nouvelle de Philip Dick sobre androides obreros que se rebelan, y el estreno en 1982 de Blade Runner, su adaptación cinematográfica por Ridley Scott, es el que separa al otoño del capitalismo 2.0, las revueltas estudiantiles y ARPANET, de la consolidación del capitalismo 3.0 con Reagan y Mitterrand. El espacio binario de Metropolis fue reemplazado por el vacío posnuclear de la novela (una imagen epocal, ver sino el primer episodio de Twilight Zone, «Where is everybody?», de Rod Serling en 1959; o el El Eternauta de H.G. Oesterheld en 1957), y luego por el urban sprawl de la película: desordenado, abigarrado de mugre y de neón, poblado por extraños, apenas controlable por la policía y un aparato de gobierno reducido al mínimo ante las corporaciones omnipresentes, con Tyrell a la cabeza. Si en la novela Rick Deckard es aún un padre de familia de posguerra, con empleo corporativo y aspiraciones consumistas, en la película es un free lancer. El paso del fordismo disciplinario al posfordismo biopolítico era tan evidente que incluso Philip Dick, con toda la paranoia de sus últimos años, estuvo de acuerdo con la adaptación.
Pero las relaciones entre humanos no era lo único que había cambiado. Para 1982 los límites entre las máquinas y los humanos son borrosos: los replicantes se humanizan, tienen recuerdos injertados y propios, tienen compasión y consciencia de muerte, y, de acuerdo con la versión original del film―luego modificada por los productores en la versión comercial―puede que todos seamos androides sin saberlo. A diferencia de El hombre bicentenario de Asimov, esto no es un problema existencial del robot sino un hecho subversivo de la sociedad. Y la solución que propone la versión original de Scott, Fancher y Peoples es aún más subversiva: no incluirlos en la comunidad como otros, incluirlos en la posibilidad como nosotros. Como dice Gaff al final: ¿Quién vive? («It's too bad she won't live! But then again, who does?»). Quizás para 2019, fecha en que está ambientada la película, la única forma de vida posible sea la artificial.
En Blade runner las subjetividades pierden sustancia, fluyen y se transforman. El androide asesino adquiere humanidad, el cazador de androides adquiere robótica, pero uno muere en silencio y el otro se escapa con su chica hacia ningún lado. No hay proyecto colectivo. No podría haberlo: la ciudad está vacía, la polis no existe más. Sólo queda cuidarse a uno mismo. Si bien la secuela estrenada en 2017 abre una posibilidad de acción colectiva, su continuación sigue en veremos y Scott prefirió trabajar sobre el matriarcado de Alien. Pero no importa, no nos hace falta: diez años antes que Dick alguien nos habló de hoy.
Yo soy el anormal
Richard Matheson publicó Soy Leyenda en 1954 y la ambientó en 1976-79. Otra ciudad desolada, esta vez por una peste que transforma a los humanos en vampiros. La vida de Robert Neville no es muy distinta a la de la mayoría de nosotros en 2020: encerrado en su casa, leyendo sobre una pandemia que arrasa el planeta, contando cadáveres, escuchando música, tomando alcohol mientras recuerda tiempos mejores, solo tenemos que reemplazar los ajos antivampiro por el pestilente barbijo Atom para sentirnos allí. Hasta que se cansa y sale a la calle. Y descubre que eso que creía enfermedad y aberración humana era en rigor una nueva sociedad. Luego de combatir y a la vez estudiar a los vampiros que infestan la Tierra, es tomado prisionero por ellos.
«Todos volvieron hacia Neville sus rostros pálidos. Neville los observó serenamente. Y de pronto razonó: Yo soy el anormal, ahora. La normalidad es un concepto mayoritario. Norma de muchos, no de uno solo.
Y comprendió la expresión que reflejaban aquellos rostros: angustia, miedo, horror. Tenían miedo, sí. Era para ellos un monstruo terrible y desconocido, de una malignidad más espantosa aún que la plaga. Y Neville los comprendió, y dejó de odiarlos. La mano derecha apretó el paquetito de píldoras. Por lo menos el fin no sería violento, por lo menos no habría una carnicería…
Carraspeó. Se dio vuelta y se apoyó en la pared mientras se tomaba las píldoras. Se cierra el círculo. Un nuevo terror nacido de la muerte, una nueva superstición que invade la fortaleza del tiempo.
Soy leyenda».
No hubo adaptación de la novela que lograra captar un sentido de alteridad tan subversivo. El cine lo intentó en tres oportunidades. El primer intento, The last man on Earth de 1964, protagonizada por Vincent Pryce, contó con el propio Matheson como guionista pese a que luego quitó su firma, disconforme con los cambios que pidieron los productores. En 1971 se estrenó The Omega Man, versión muy libre con Charlton Heston. La adaptación de 2007 recupera el título original I Am Legend pero modifica la trama y, signo de los tiempos, se estrenó con dos finales alternativos. Nos queda imaginar cómo hubiera sido la versión que aparentemente se discutió en los 90, con Schwarzenegger y Ridley Scott. Es evidente la influencia de la novela de Matheson en Night of the living dead (Romero, 1968) y toda la zombiemania posterior, desde la interminable The Walking Dead hasta The Last of Us. No viene mal recordar el antecedente de El último hombre en la tierra, la novela maldita que Mary Shelley publicó en 1826 y que no fue reeditada hasta 1965.
En 2019 escribí sobre el capitalismo 4.0 pero terminé de entenderlo en 2020: el entorno digital, la disolución del mundo salarial (la disolución de los asalariados pero también la del lugar de trabajo), la biopolítica a cielo abierto, la globalidad de la experiencia contrastada con la escasez de una crisis planetaria que no esperó a que la OMS levantara la barrera para detonar una guerra por el gas y el trigo.
Hace rato que salimos de vuelta a la calle y nos encontramos con una sociedad parecida a la anterior pero diferente. Algo cambió o se hizo más visible en el entorno y en la naturaleza humana. El mundo se volvió un lugar precario e imprevisible con mucha gente sin ocupación clara; una pandemia silenciosa de depresión juvenil; internet como un espacio cada vez más vigilado al tiempo que abierto para que cualquier cosa adquiera status de verdad; el discurso público, si no el razonamiento colectivo, comprimido en memes; y el aire amarillento y agriado por un humo forestal que cada vez nos sorprende menos. El capitalismo es nuestro ecosistema y hay individuos que se adaptan mejor a sus transformaciones: cartoneros sin el pudor de 2001, incels en armas, gamers sitiando el mercado financiero, transas reemplazando punteros, matriarcas de barrio gestionando merenderos y cocinas de paco, tiktokers estajanovistas, femibolches y putitas golosas que quieren una familia, precarizados que quieren menos Estado, ciclistas que combaten a los autos, los semáforos y los peatones… Estos híbridos son los humanos del capitalismo 4.0. Y yo soy un náufrago del capitalismo 3.0, criado en el liberalismo perezoso y mansamente progre de la FM Rock & Pop, el CC Rojas y HBO Olé. Queda por definir si mi destino es el de Neville o el de Deckard. Si soy el anormal que tiene que dejar paso a una nueva sociedad o siempre fui uno de estos nuevos monstruos sin saberlo.
Foto: The last man on Earth (Ragona y Salkow, 1964)
Brillante. No se que me atrae más, si tu conocimiento puesto al servicio de tu argumento, tu argimento o la forma de narrar
Buenísimo.