¿Otro libro sobre el neoliberalismo? ¿En este momento del año? ¿A esta hora del día? ¿En esta parte del mundo y ubicado específicamente en su cocina?
Sí.
Hay que adaptarse, el libro de Barbara Stiegler editado en Argentina por La Cebra, retoma dos temas remanidos para intentar decir algo nuevo. Y lo logra. Además nos permite ver el sentido y los límites de este nuevo giro local a la derecha. Todo a partir de un problema: ¿cómo evoluciona la humanidad bajo el capitalismo?
Los dos temas son la genealogía del neoliberalismo y el debate Dewey-Lippmann. Respecto al primero, la referencia inevitable es el curso ofrecido por Michel Foucault durante 1978-79, luego editado como Nacimiento de la biopolítica. Nunca dejaremos de admirar la lucidez clarividente de Foucault en anticipar el interés de las teorías neoliberales incluso antes de que Thatcher llegara al poder—clarividencia que no dejaba de tener un dejo de entusiasmo. Pero no viene mal recordar que, de todas las familias neoliberales, Foucault le prestó más atención al ordoliberalismo alemán, menos reluctante al Estado y más preocupado por la cohesión social, cuya eficacia se había probado durante la gestión de Ludwig Erhard como canciller de la RFA entre 1963 y 1966. Tanto Erhard como su asesor Alfred Müller-Armack habían sido miembros de la Mont Pelerin Society junto a austríacos como Hayek, Machlup o von Mises. Más tarde acuñaron el concepto de «Economía Social de Mercado», alternativa alemana al bienestarismo más centrada en el paternalismo empresarial que en el Estado providencial. Fascinado con ese modelo, Foucault marginó en su análisis a la escuela austríaca, más proclive a la disrupción y el darwinismo social, cuya influencia se extendió a los países anglosajones con pregoneros como Milton Friedman o Peter Drucker, y de allí al mundo.
Respecto al debate Dewey-Lippmann, se trata de un extenso contrapunto que abarca la obra de ambos autores sobre la opinión pública entre los años 1925 y 1938. El «debate» no fue conocido como tal hasta muchos años más tarde, a partir de mediados de los años 80, cuando el comunicólogo norteamericano James Carey lo desenterró y ordenó, tratando de construir alrededor de las ideas de Dewey una especie de teoría crítica no marxista. Stiegler vuelve sobre ese debate en busca de una raíz neoliberal que se les escapó tanto a Foucault como al ordoliberalismo: la interpretación evolucionista del nuevo entorno humano.
Cómo adaptar a la especie humana
Entre 1882―año en el que Charles Darwin fue enterrado con honores―y 1930 se produjo el llamado «eclipse del darwinismo». Un poco por la muerte del prócer y otro poco por las lagunas de su teoría de la selección natural en relación a la herencia y la variación, se desató un festival de viejas y nuevas teorías de la evolución. Así, los vitalistas apostaron a la ortogénesis y a principios metafísicos como las entelequias de Driesch o el élan vital de Bergson; los mendelianos recién descubrían los Experimentos sobre hibridación de plantas (1866) y atribuyeron toda evolución positiva a una mutación genética discontinua, a lo que la escuela biométrica les contestó con sus estadísticas de mutación continua; los lamarckianos volvieron a la carga con su evolución grupal por «herencia de los caracteres adquiridos»; y los darwinistas se replegaron a una versión tan cuadrada y mecanicista de la evolución que ya parecían lamarckianos. En medio de ese revoleo, Jakob von Uexküll se desentendió del origen de las especies y se preguntó cómo se integraban a su entorno, anticipando a la cibernética. El neodarwinismo se impuso desde mediados de los años 20, cuando los desarrollos de la genética y la biométrica les permitieron complementar la teoría de la selección natural en lo que se llamó «síntesis evolutiva moderna».
Mientras tanto, el mundo ardía a fuego lento. Darwinistas sociales como Herbert Spencer o el no tan brillante William Graham Sumner proponían dejar que la sociedad se adaptara sola y que sobrevivieran los mejores. Pero ya desde antes de la Primera Guerra Mundial era evidente que la selección natural no estaba funcionando en humanos: su hábitat natural—la sociedad industrial—mutaba demasiado rápido y la naturaleza humana era más caprichosa que la de otros animales para adaptarse a su entorno. «La degeneración de la raza rezuma por todos nuestros poros... somos los hongos de antiguas cagadas», escribió por esos años el pintor André Derain, más adelante acusado de colaboracionista con los nazis. «El ser humano no evoluciona ya porque la medicina y los cuidados hacen que el que no tiene capacidad para competir biológicamente, siga adelante y tenga hijos», dijo la semana pasada Miguel Beato, ex director del Centro de Regulación Genómica. No sobreviven los mejores.
Lumbreras de la época hicieron fila para criticar al darwinismo mecánico de Spencer: Henri Bergson desde el vitalismo, William James desde el pragmatismo y el socialista Graham Wallas desde el propio darwinismo. Para Wallas un auténtico darwinismo social debía recuperar el dinamismo de la naturaleza contra el formalismo de la física: la sociedad moderna, cambiante, extensa y abierta, había roto la vasija de la comunidad política natural aristotélica, ya no era posible una adaptación mecánica. Por su lado, «James y, posteriormente, Dewey se ubican en parte dentro de la herencia spenceriana, que pretende romper definitivamente con la vieja psicología racionalista. Pero al señalar que el organismo no se somete pasivamente a su ambiente y que, por el contrario, existe entre ellos una relación retroactiva, su evolucionismo continuista ya no tiene nada en común con el reduccionismo mecanicista de Spencer… Al igual que los otros seres vivos, la especie humana no puede adaptarse mecánicamente a un ambiente ya dado. Debe, por el contrario, crearlo y transformarlo continuamente».
Uno de los discípulos de Wallas era Walter Lippmann. Neoyorkino egresado de Harvard, Lippmann militó por Teddy Roosevelt, integró el Partido Socialista de Nueva York, y asesoró a Woodrow Wilson, incluso viajó comisionado a Francia en 1918 para hacer los arreglos previos a la paz. A su regreso, fundó la revista New Republic. Más allá de este track record zigzagueante, a Lippmann también le preocupaba la desadaptación masiva de la humanidad: la guerra mundial y la radicalización política de posguerra le demostraron que el nuevo entorno la excedía, y no confiaba en la democracia para resolverlo.
Según Lippmann, las personas se aferran a estereotipos fijos mientras las transformaciones económicas y tecnológicas fluyen cada vez más rápido a su alrededor. Imposible confiar en la ciudadanía o la comunidad, como prescribía la tradición democrática que iba desde Jefferson hasta Wilson, o en la mera adaptación de la especie, como aconsejaba Spencer, ni siquiera en la eugenesia tan de moda en la época. Cada individuo se limita a sus intereses primarios (consumo, producción y reproducción); el público es una masa inerte, pasiva y heterogénea que apenas puede contemplar un flujo de información acelerado que es incapaz de incorporar.
La primera solución de Lippmann fue un gobierno fuerte, integrado por expertos, que sublimara las pulsiones de las masas y las recondujera hacia el consenso mediante la «buena propaganda». Más tarde, le sumó a esa tecnocracia un leader que empleara su mirada desde arriba para ver más allá de los estereotipos y coordine este destiempo (o «heterocronía») entre las masas y su entorno, reuniendo las emociones dispersas de la sociedad alrededor de un objetivo común diseñado por expertos. Para 1937, y ya totalmente desconfiado de la capacidad humana, Lippmann redujo la política al Derecho: gobernar es judicializar los conflictos que vayan surgiendo como un recurso de última instancia, subordinando cualquier norma o arreglo a una suerte de common law o ley fundamental no escrita: el funcionamiento del mercado mundial. Al año siguiente, Lippmann convocó en París a otros intelectuales para discutir los problemas y posibilidades del liberalismo en ese momento de crisis. De ese coloquio saldría el concepto «neoliberalismo».
Evolucionismo neoliberal y antineoliberal
Stiegler concluye su estudio sobre Lippmann señalando que el neoliberalismo surgió como consecuencia de la crisis del liberalismo en los años 30, en rechazo de su naturalismo ingenuo y apelando al Estado para construir y dirimir artificialmente al mercado. No fue una doctrina económica, fue un proyecto político; no confía en el mercado como ordenador (Lippmann incluso propuso desmercantilizar la educación y los recursos naturales para resguardar a esos pilares del capitalismo), como tampoco en el Estado o la democracia, sino en la readaptación forzada de poblaciones; no es antiestatista, es biopolítico: «La novedad de la biopolítica lippmanniana no está, por lo tanto, del lado de esta regulación de los riesgos por medio del derecho. Está más bien en el tema de la reforma de la especie humana misma, que indica los límites del campo de acción de la common law».
Esta genealogía del neoliberalismo ya justifica el libro de Stiegler. Pero Hay que adaptarse es un ensayo con espíritu de intervención y su autora busca en el agonista de Lippmann una crítica al neoliberalismo actual. John Dewey, psicólogo pragmatista, docente de la Universidad de Chicago y demócrata jeffersoniano, también quiso explicar la desadaptación humana. Para «Dewey, el retraso no está en las disposiciones intrínsecas de la masa. Son más bien las viejas formas dualistas y jerárquicas de pensar las que retrasan a la evolución». En el evolucionismo de Dewey somos agentes simultáneamente pasivos y activos de nuestro entorno. Si el neodarwinismo ya no permite hablar de un progreso lineal, al menos puede esperarse un mejoramiento a partir de la combinación de las variaciones aleatorias del entorno con la previsión inteligente de los actores en la modificación del ambiente. No se trata de someter el retraso de los estereotipos humanos al flujo tecnocapitalista, como propone Lippmann, sino de conciliar la estabilidad de lo antiguo (las costumbres) con la emergencia de lo nuevo (los impulsos). Esta combinación es un experimento continuo y colectivo, sin metas fijas, que requiere de un entorno democrático.
«Este retraso necesario de toda comunidad sobre el flujo del cambio se encuentra en el centro del análisis deweyano». Un heredero de este antiaceleracionismo sería William Connolly. En Frente a lo planetario (Interferencias, 2023) Connolly denuncia la «captura neoliberal de las nuevas biociencias» y propone una «evolución creativa» inmanente, impredecible: «La naturaleza está incompleta en la medida en que todo modo de auto-organización involucra conexiones externas y restricciones internas que le permiten ser tal o cual cosa. Sin algunas de estas restricciones―esto es, sin modos de limitación e incompletitud―, los seres humanos no podrían proyectarse hacia el futuro, sin importar cuán imperfectamente lo hagan».
Así, el pragmatismo de Dewey concilia democracia, evolucionismo, planificación económica, y el método experimental de las ciencias como práctica colectiva, no limitada a los expertos. El verdadero obstáculo para la adaptación lo constituyen las instituciones jerárquicas de un liberalismo envejecido, a lo Andrew Mcafee, que abandonó su programa emancipador para ser «un instrumento de dominación conservador en nombre de la innovación permanente». El resultado de eso es una desindividuación de la humanidad que, en una metáfora involuntariamente lovecraftiana, Dewey describe como «moluscoide»: flexible, casi babosa, por dentro pero endurecida por fuera. Ese es el sujeto adaptado al ecosistema de mercado.
En la selva digital sudamericana
Hay que adaptarse es un libro claro, extenso y sólido que logra llenar con vino nuevo el viejo odre de la «genealogía del neoliberalismo». También es una obra situada: narra un debate norteamericano desde las preocupaciones europeas (la tradición biopolítica, la necesidad de repensar la Unión Europea con la que cierra el libro). ¿Cuál es el potencial que tiene para ir más allá de los problemas europeos? ¿Cómo leerlo en la Sudamérica de Kast, Milei y Bolsonaro, con las experiencias «antineoliberales» jaqueadas de antemano (Brasil), gastadas antes de tiempo (Chile) o totalmente reventadas (Argentina)?
El segundo problema del libro es cómo traer ese debate al siglo XXI, cuando el ambiente industrial de 1930 hoy se tornó digital. Erich Hörl y Yuk Hui hablan directamente de una nueva ecología. Pero para Stiegler nada cambió, toda vez que «sociedad industrial es cualquier sociedad manejada por expertos». La respuesta es sorprendente viniendo de la hija de Bernard Stiegler, el filósofo que ensanchó la idea de «lo técnico» y pensó las patologías de la sociedad digital; la tesis de doctorado de la propia Barbara (cuya traducción esperamos pronto) estudia la influencia de innovaciones como el telégrafo en el pensamiento de Nietzsche. Pero la negación del cambio por parte de Stiegler (h) sorprende sobre todo porque es evidente que la digitalidad potencia tanto las posibilidades de fabricación del consenso y adaptación forzada de Lippmann como la propuesta de inteligencia colectiva de Dewey.
Durante la presentación del libro de Stiegler en Buenos Aires, en enero de este año, cometí la gaffe de decir que Dewey proponía un «nuevo liberalismo». Stiegler se tomó mucho tiempo para explicar que no, que Dewey era un demócrata, que no era liberal ni mucho menos neoliberal, que el neoliberalismo implica necesariamente una conexión con los flujos globales de capital a los que Dewey combatía. Problemas de Babel: Dewey escribió en inglés, Stiegler habla en francés; y yo, en castellano. Como sea, el libro es excelente y admite una lectura más que productiva para el contexto sudamericano. Solo hay que adaptarlo.
Con la tranquila irresponsabilidad de quién escribe para 150 personas, de las cuáles sólo un 60% entra a leer, me atrevo a decir que la discusión actual sobre el entorno tecnocapitalista tiene más que aprender de las ideas de hace un siglo que de las de hace 20 o 30 años. Una de ellas podría ser el «nuevo liberalismo» de Dewey, claro. Otra; el organicismo de Jakob Uexküll. En 1924, mientras Lippmann y Dewey discutían la adaptación humana al entorno industrial, Uexküll escribió que «cabría imaginar máquinas en que la función perceptiva fuese realizada por la máquina misma».
Sin embargo, no hace falta ir tan lejos. Las propias raíces lippmannianas del neoliberalismo permiten explicar las aparentes incoherencias de las nuevas derechas. Por ejemplo, su propuesta libertaria en lo económico pero conservadora en lo social que debe tanto al paleolibertarismo de Murray Rothbard como a las ideas de Lippmann sobre libre flujo de bienes y tecnologías combinado con control migratorio y pertenencia comunitaria. Pero esa genealogía neoliberal también marca el límite trágico de cualquier propuesta libertaria: el propio Bolsonaro debió aumentar el programa Bolsa familia. La sociedad neoliberal es algo demasiado complejo para dejarlo librado al mercado. Lippmann lo sabía; Reagan y Thatcher, también; ¿lo saben sus fans del siglo XXI?
Más importante aún es la necesidad de conducir una adaptación a un entorno aún más acelerado que el que pudo soñar Lippmann. La líbido libertaria tiene una visión ingenua de esa digitalidad: criptomonedas, gaming, tetas por plata en Only fan y shitposting en alguna red social. El entorno digital implica fierros mucho más fuertes e invasivos, en los que cualquier idea de libertad individual, incluso de individuo, resulta severamente reformulada. ¿Estamos adaptándonos bien a ello? ¿Tienen Milei o Bullrich algún plan liberal sobre reconocimiento facial, datos biométricos, derecho a la intimidad, por no hablar de los desafíos que implica la aceleración del machine learning? No hacer nada ya es hacer algo, y no habrá ninguna mano invisible que acomode las cosas sino un ecosistema que trepa aceleradamente alrededor y dentro nuestro. Es de una cortedad lamentable ser paranoicos con una vacuna pero ingenuos con el celular.
Si el proyecto es darle luz verde plena a la iniciativa privada, que la feligresía libertaria vaya sabiendo que la libertad va a avanzar muy poco entre oligopolios con poder computacional creciente. Será un capitalismo más soviético que manchesteriano. Gestionar datos tiene aún más externalidades que explotar litio. Finalmente, ¿cuánta internet puede soportar un proyecto de poder basado en la libertad individual irrestricta? ¿Cuánta de esa emoción digital desatada podrán controlar estos aprendices de brujo de la nueva política, los argumentos meméticos y las promesas tipo tiraba esa jaja, en un contexto de impostergable reestructuración del capitalismo local (y global)? ¿El invento reventará al inventor?
Foto: Filip Jandourek, Bangladesh, 2018 IG filip_jandourek_photographer
Muy bueno. Muy capo. Muchas gracias.
Comparto algo que, seguramente, articularas mejor que yo:
Como el zoólogo británico Thomas Henry Huxley expuso en su Conferencia Romanes de 1893, «comprendamos de una vez por todas que el progreso ético de la sociedad no depende de la imitación del proceder cósmico, y menos aún de escapar de él, sino de combatirlo» (de "Contra la naturaleza", Lorraine Daston).
En el artículo de Wikipedia del "bulldog de Darwin" (Huxley) afirman que dicha conferencia es sumamente influyente en China.
Saludos y buen domingo.