I
El campo se extendía chato y verde bajo el cielo, apenas alterado por aquella arboleda. Un poco más acá estaban su madre y su hermana, que no le importaban. Del otro lado, lejos, el alambre, la ruta y las casas de los hombres. Justamente desde allí anoche vino ese ruido que conocía pero no pudo identificar. Parecía un motor o un refusilo. Había sido un tiro. Un hombre le disparó a su mujer y dejó la casa, borracho y convencido de que ella era infiel y de que estaba muerta. La mujer se levantó del charco de sangre y caminó como pudo a la casa del amante. El hombre no estaba pero la atendieron la esposa y la hija, y la llevaron a una salita. Ahora estaba en el hospital, pensando si se iba a la casa del padrastro, más al sur, o si volvía con su marido.
Todo esto había pasado, pero él no lo sabía ni le importaba, porque desconocía que podía saberlo. Olió el pasto bajo el sol y oyó el zumbido de las moscas sobre unas bostas. «Hoy puede ser un buen día», pensó o sintió. Algunos días son mejores que otros. Algunos días amanece violeta sobre el canto del grillo, la hierba sabe más verde y el agua es fresca a la sombra de la alameda. El día camina lento y parejo y muere anaranjado con los bichos de luz. Las horas se repiten en orden y eso es alegría. Otros días, no. Otros días vienen los hombres, lo miran, lo mueven, lo tocan, lo marcan, lo queman. Hoy puede ser un buen día. En ese momento, sintió el crujido del pasto bajo la bota. Ahí viene un hombre.
El camión llegó temprano y los acomodaron con prisa y calma. No había lugar para moverse, así que muchos viajaron con los ojos pegados al cuerpo de otro. Él pudo acomodar la cabeza entre dos cuerpos y ver el viaje tras la reja. Sintió el arranque del camión, los terrones reventando bajo las ruedas polvorientas, el brinco de la banquina y la ruta, rápida y lisa. Vio otros campos, otras alamedas y otros como él, que no le importaban. Vio el cartel oxidado que anuncia los alfajores regionales, el puesto de gendarmes dormidos, la bandera grisácea de una escuela flameando al fondo.
Vio más campos y tinglados. Y carteles de maquinaria agrícola, herbicidas, fertilizantes, compañías de seguro, bancos, cementerios privados, barrios privados, campos de golf, colegios privados, televisión satelital y algún candidato a concejal. Sintió la mezcla de olores nuevos y conocidos: la bosta, el combustible, el metal y el miedo que todos despiden cuando escuchan el ruido de un motor o un refusilo. El aire cambiaba, la ruta se poblaba. A lo lejos se veían los edificios tiznados en donde viven los hombres. El camión entró en la ciudad y se trabó en el tránsito y el ruido. Vio un auto rojo y un micro anaranjado en donde lo saludó la mano regordeta de una nena.
Por fin, el camión cruzó un portón y frenó. Abrieron la jaula y los bajaron a los apurones. Uno de ellos tropezó en la rampa de metal y se escucharon gritos de hombres y más ruidos. Y un mugido. Sintió ese miedo y despidió aquel olor. Los condujeron a una puerta y a un pasillo oscuro y muy angosto, en donde marchaban muy lentamente, casi pegados. Los olores eran más fuertes. El piso de metal estaba mojado y se escuchaba un ruido y más mugidos. En ese instante, una descarga de miedo le recorrió la sangre e irradió frío a través de la carne hasta erizarle los pelos. El de adelante quería moverse y no podía. Y ese ruido que parecía un motor o un refusilo. Y olor y mugidos. El de adelante se cayó. Y el ruido. Qué mierda pasa…
…
Su viaje siguió pero él ya no lo pudo ver. Quizás porque transcurrió en el encierro de camiones y heladeras, quizás porque su cabeza fue separada del resto del cuerpo, junto con el cuero. Ahora colgaba de un gancho sobre una pileta. Un empleado de traje blanco y mugroso lo manguereaba. El muchacho había venido a la ciudad para probar suerte como futbolista pero terminó trabajando en este frigorífico. El agua con sangre vieja se escurre por la rejilla mientras el empleado piensa en nada. Igual que él. Un viaje tan largo para terminar así.
II
Una y cinco de la tarde en todo el país. En esta ciudad en la que se come más de lo que se duerme, el ritmo no decae a la hora del almuerzo. Las calles y edificios mantienen su circuito de vehículos y ciudadanos que terminarán la tarde inútiles y pestilentes. Pero yo no, yo ya terminé. Fue una larga mañana de trabajo posindustrial, encerrado en un edificio, que también es una institución, escuchando proyectos, borradores e ideas cuyo fin era justificar la existencia de la institución, del edificio y de sus empleados. Porque la principal tarea de cualquier institución es prolongar su vida ante una sociedad que no la necesita o desconoce su existencia.
Pero aquello terminó y me quiero recompensar. Busco un restaurante en las callecitas que salen de la avenida y encuentro una promoción en una pizarra escoltada por un contenedor de plástico negro lleno de basura. Entro y no hay lugares cerca de la ventana, pero sí hay uno frente a la pantalla plana que cuelga sin volumen sobre el mostrador. Hablan un hombre y una mujer sobre un fondo que parece la oficina de una nave espacial sin gracia: es un noticiero. Junto a mi mesa conversa una pareja tomando café. Un poco más allá, un hombre gordo con corbata come mientras mira concentrado su teléfono apoyado junto al plato. Se acerca el mozo con la carta. Es un hombre del norte, entrado en años. Me estudia con esa mirada de autoridad provinciana que tienen los mozos viejos y los oficiales de policía. Quizás mi mochila y mi camisa transpirada no cuenten con su aprobación pero mis zapatos y mi cara blanca me habilitan como cliente. Un bife con papas fritas. ¿A punto? Jugoso ¿Para beber? Coca ¿Pepsi? Bueno, acato, mientras retira la copa de vino que no usaré.
El mozo se va e imagino cómo se hará mi almuerzo. El cocinero, otro provinciano entrado en años, saca el bife de la heladera para que el tejido se relaje del frío, mientras se calienta la plancha. Un ayudante adolescente y escuálido, quizás extranjero, pela las papas y calienta el aceite. El cocinero apoya el bife en la plancha, el contacto de la carne con el hierro caliente quema la superficie mientras las fibras rojas van tornándose marrones hacia el centro y expulsando esa mezcla de grasa, sangre y aguas de congelado que llamamos, vegetalmente, «jugo». Antes de que la cocción de la carne llegue al centro, el cocinero dará vuelta el bife sobre la plancha y lo sacará dejando una franja roja en el centro, en donde sobreviven los jugos, sus sabores y sus bacterias.
El mozo deja la gaseosa y la panera y yo miro la pantalla. Ahora habla un hombre trajeado, de gesto grave, con aires de sarcasmo. En la parte inferior de la pantalla un videograph muestra números y letras de colores circulando a gran velocidad. Es un economista, habla de los mercados. Los mercados hablan por él. La voz trágica de la circulación de bienes que nadie puede detener, que nadie puede prever y cuyo destino está escrito. El reino de la necesidad. No hay opción, no es culpa de nadie, es así. Sólo nos queda acatar o sufrir las consecuencias. Hemos gastado más de la cuenta, hemos robado el fuego del consumo a los dioses y deberemos enmendarlo. Un sacrificio, algunos obreros en la calle, más recaudación, menos gasto. Menos dinero para pagar las expensas, el alquiler, la suscripción al cable, el abono de teléfono, la prepaga. Todo eso que creí tener, que era mi vida, se fugará con la velocidad de los números del videograph. Estaré desnudo y humillado, porque no tengo nada. Una descarga de miedo recorre mi sangre e irradia frío a través de la carne hasta erizar mi piel. Necesito un vaso de Pepsi: las burbujas explotan de azúcar en toda la boca y bajan en un torrente frío y reparador por el esófago.
Llega el bife, corto el primer bocado, el más ansiado, el mejor. Un par de mascadas bastan para exprimir el jugo caliente y salado que se escurre por las encías. Trago el bocado aún bastante entero, que cae al fondo del estómago, junto al café de la mañana y unas galletitas ya desintegradas. La sangre del bife se escurre bajo las papas y les tiñe los bordes. Cuando era joven reprobaba esa mezcla, pero hoy ya no. Agarro una pequeña papa con los dedos y la miro: pletórica de almidón, hervida en aceite hirviendo y ahora embebida en sangre y grasa animal. La echo entera a la boca, en donde la saliva combate las bacterias que fue arrastrando al pasar de mano en mano, por camiones y galpones, cuchillos y canillas, hasta llegar a mí.
En ese momento, entra al restorán un joven muy flaco, lleva bermudas anchas y gorro con visera. Trae una bolsa en una mano y un manojo de zoquetes en la otra, y los ofrece mesa por mesa sin éxito. Cuando llega a la mía escucho su presentación, un murmullo repetido mecánicamente. No ofrece sólo un producto, ofrece una vida: la imposibilidad de conseguir trabajo, la leche para su hija, no quiere delinquir. Tiene la mirada cansada y furiosa. El mozo lo acompaña discretamente a la puerta.
Termino el bife y apuro las últimas papas con la gaseosa. La efervescencia astringente parece arrastrar las grasas de la cavidad bucal y llevarlas al estómago, en donde las papas y la carne molidas por mis dientes son bañadas por los ácidos en busca de proteínas. El noticiero muestra ahora un crimen o, mejor dicho, el resultado de un crimen. Una bolsa negra bajo la cual hay un cadáver en la vereda. Se ve la sangre seca en las estrías de las baldosas. Un policía dice que no le robaron nada. Hablan familiares y vecinos: era una buena persona, como lo somos todos.
El noticiero cambió la tragedia de la economía por notas más inspiradoras sobre la sociedad, el reino de la libertad, en donde un chico pobre puede ganar la copa del mundo y un músico de subte puede vender millones. La cultura como refugio ético de la economía, como analgésico. Pepsi.
Pago la cuenta con una propina que es una venganza contra ese mozo prejuicioso y salgo a la calle. Me reciben la luz, el ruido, el calor y una bocanada húmeda de olor a metales y aguas rancias que sale de abajo de la vereda. Doblo hacia la avenida y veo a un hombre durmiendo en un cajero automático, ronca envuelto en una frazada. Vive en un mundo lejano a nuestro calor y nuestro ruido. Su marginalidad no es sólo social, es trascendental. Es indiferente a nuestros juicios, a nuestras explicaciones sobre su pobreza, a nuestras buenas intenciones y proyectos para mejorar su vida. Sólo quiere que le demos un cigarrillo. O mejor, dinero. Ese sí es un símbolo que perfora todos los tabiques de la sociedad y nos comunica.
Apuro el paso hacia la estación. Una burbuja me oprime la boca del estómago hacia arriba hasta que se libera en un chorro de aire frío que sale por la garganta y la nariz con un regusto que es el sabor de la gaseosa sin su dulzura, el fantasma de la Pepsi expropiado de su placer. El almuerzo ya está aprisionado entre los anillos de mis intestinos, que lo bañan en bilis y mucosas para licuar las grasas y enviarlas al intestino grueso o a mi cerebro, para reducir las proteínas y mandarlas al torrente sanguíneo. Es un esfuerzo total, que absorbe las energías del resto del cuerpo. Me siento pesado y con la cabeza lenta, la calle tiene demasiada luz y ruido a esta hora. Camino por inercia, me cuesta más estar parado que andar.
Un semáforo me detiene en la vereda y me distraigo viendo una de esas carteleras de metal verde que dispone la ciudad. Un afiche publicita un nuevo teléfono celular. Lo pegaron sobre los afiches anteriores: una esquina se despegó por el calor y el tiempo, y deja ver el palimpsesto de afiches acumulados. No resisto tocar la textura mullida y crocante de las burbujas encerradas entre el papel y el pegamento. Quién sabe cuántos productos brillan, cuántos candidatos sonríen en esas viejas fotos devoradas por el engrudo, el progreso y la democracia. Si alguien se molestara en desenterrar cada viejo afiche sabríamos que todas esas promesas de felicidad pasada y olvidada aún viven en cada rincón de la ciudad. Semáforo verde.
Cruzo la avenida y la plaza, veo la vieja cúpula de Cancillería y la nueva, espejada, más atrás. Esquivo vendedores, mendigos, fritangas, fundas para celulares y peatones hasta llegar a la estación. Paso sin pagar, espero parado en la fila el andén hasta que viene el tren. Me siento junto a la ventana y evito mirar al pasillo, cada vez más cargado de pasajeros, jóvenes y viejos, estudiantes y embarazadas. El intestino delgado termina su trabajo y sus contracciones van empujando un resto de fibras y células muertas de su propia mucosa. El quimo se reduce a unos cien gramos de residuos que esperan. Escucho pasar al vendedor ambulante y a la adolescente apática que carga un bebé sucio e inexpresivo y reparte estampitas. El vaivén del tren sobre los rieles viejos y combados me adormece en imágenes de oficinistas elegantes y despectivas, pasajeras de ropas frescas, adolescentes apáticas que cargan bebés sucios e inexpresivos.
Me despierta una hora después el crujido del vagón en una curva. El tren termina su viaje en extrema lentitud, los residuos colmaron el espacio de mis intestinos y yo necesito llegar. Cuando puedo bajar del vagón apuro el paso por el andén, salgo a la avenida de palmeras y torres espejadas. Apuro por la vereda, entro a la frescura del vestíbulo, el ascensor, las llaves del departamento. Dejo la mochila en el sofá y voy al baño. Suena la hebilla del cinturón, siento la loza fría en las piernas y soy libre. El ángulo de los intestinos cambia rápidamente, los músculos se relajan. Endurezco el diafragma y el abdomen para empujar y siento la fricción cremosa que las terminaciones nerviosas del esfínter confunden con placer. El placer de ser penetrado al revés, quizás. Se escuchan el agua y la loza. La operación se repite con más esfuerzo y menor resultado. El rendimiento decrece, como siempre. Todo terminó pero quiero quedarme aquí un poco más, mientras el aire se llena, prolongando el instante en detalles nimios: la juntura de los azulejos, el ruido de la gota en la bacha, los pelos cortísimos de la rodilla.
Me levanto al fin y no puedo evitar verme la cara en el espejo. Estoy limpio, desintoxicado, quizás más joven. Tampoco puedo evitar ver aquello: la textura rugosa amplificada por el agua, el color opaco e impuro. Materia muerta, tiré la cadena y me desentendí. Eso ya no soy yo. Fui a la cocina, abrí la heladera y busqué algo para comer.
III
Bajo esta ciudad, que construimos para ver, hay otra, de cañerías y depósitos. Allí desechamos aquello que es nuestro pero no queremos. Aquello que es lo primero, y posiblemente lo último, que produce un hombre. Aquello que producimos tras paredes, perfumes y eufemismos, se arroja a las cañerías y abandona esa intimidad para sumarse al torrente con el resto y hacer Uno. Lo individual se hace universal y termina nombrando en singular todo lo que la sociedad no aprueba. Lo arrastra un agua fría que se entibia con la vida que alimenta esa materia muerta. Y así recorre la ciudad, bajo las veredas, las joyerías y los restaurantes, las casas de gobierno y los colegios, hasta desembocar en el río y avanzar pesadamente como un nubarrón bajo el agua, despidiendo plumones de sí mismo al brillo marrón de arriba. Y así llega a la superficie surcada por remeros y lanchas de turistas, flanqueada por recreos y torres espejadas de oficinas y residencias amuebladas, con televisión satelital e internet. Y luego deja atrás esas torres, cruza un puente apenas subrayado por el paso ocasional de un camión y entra al barrio de galpones y corralones. Moja los bordes de las pilas de arena y los listones de madera apilados. La arena que construirá esas torres, la madera que amoblará esas oficinas. Y luego dobla y encharca la orilla de un caserío de chapas y maderas, en donde los chicos descalzos juegan a tirar escombros al agua. Finalmente, se estanca en los charcos en otro caserío más despoblado, en donde sólo vemos a una perra. Está al borde del agua, la sarna le pela el lomo y le carcome una oreja. La carne tóxica se le abulta en los párpados y le apaga la mirada que se refleja en el agua marrón. Se agacha y bebe pausadamente, con indiferencia. Sin saber que mañana ella también será comida.
Foto: Río Tigre a la altura de avenida Cazón, Tigre, 2015.