A veces lo urgente no deja tiempo para lo importante. Cuando la dirigencia política recuerde que está a cargo de un país, tendrá que tomar algunas decisiones. Comprensiblemente empezarán por la economía. Solo un necio o un farsante puede insistir a esta altura en que el problema se resuelve solo con redistribución o financiamiento externo. Si la idea es producir más y/o mejores servicios y manufacturas, posiblemente haya que discutir una impopular reforma laboral. Si la idea es explotar los recursos naturales—que es lo más probable—la discusión será ambiental. Entonces lo urgente se reencontrará con lo importante.
«El desarrollismo y la oposición a este demarcan buena parte de la historia ambiental de los últimos siglos», dijo el historiador Kenneth Pomeranz. En lo que va de este siglo, desarrollismo y ambientalismo parecen dos posturas empantanadas en un charco de barro y aceite, que no se mezclan pero enlodan el camino. Cada una tiene argumentos atendibles y militantes sinceros pero están ateridas a lo que Benjamin Bratton llama política de avatar: «Funciona así: primero, designa un mal que perjudica o daña a la gente, y luego imagina lo contrario de lo malo para convertirlo en lo bueno y que todo el mundo se identifique con ello. A continuación, encuentra avatares humanos que lo personifiquen».
El desarrollismo hereda la preocupación estructuralista por la restricción externa y propone resolverla explotando extensivamente los recursos naturales. Pero carece del realismo sociológico que dotaba de potencia política al viejo estructuralismo de los años 60, capaz de incluir actores nuevos como sindicatos, corporaciones y gobiernos. El nuevo desarrollismo no actualizó su foto social, sigue pensado en un mundo de overol e ignorando actores como los movimientos vecinales, los pueblos originarios o la militancia ambiental. Termina siendo un neomercantilismo que concibe a la nación y sus ciudadanos como un mero territorio a explotar con una población encima. El ambientalismo también carga una loable tradición de luchas: acusa de insostenible al crecimiento económico tal como lo mide el PBI y propone vivir con menos. Pensada a nivel global, la propuesta es injusta para los países e individuos más pobres, además de políticamente inviable. Pensada a nivel local, habría que buscar una opción apta para una región como la nuestra, que contamina relativamente poco, consume menos y aún necesita crecer para poder garantizarles servicios básicos a sus habitantes.
Desarrollismo y ambientalismo resuelven sus límites y contradicciones acusando al otro de responder a oscuros intereses y querer perjudicar a una sociedad pasiva y fácil de engañar. Sería un exceso de pedantería, aún para mí, pretender resolver esa dicotomía. Ni soy neutral ni creo que haya un justo medio. Prefiero asumir el lugar del que está afuera del poder y ve las cosas desde lejos: mi lujo de pobre es desdeñar lo urgente por lo importante. Pausar la acción por la reflexión puede ser un ejercicio productivo, casi un reseteo, para retomar la acción con otra perspectiva. Además, no sé hacer otra cosa.
La edición de Contingencia y recursividad, de Yuk Hui (Caja Negra, 2022) es una buena oportunidad para buscarle un nuevo marco a la relación entre naturaleza y tecnología. Hui se propone pensar a las comunidades, su entorno natural y su entorno tecnológico como un todo integrado. Para eso recupera el naturalismo del romanticismo alemán, reconstruye una filosofía de la cibernética a partir de Hegel, Gödel y Wiener, y termina redondeando una «organología», esto es, una disciplina que busca integrar objetos biológicos y artificiales, pero también símbolos y sensibilidades colectivas.
Contingencia y recursividad es un libro largo y complejo que logra demostrar con rigor y claridad lo que se propone. Pero es un libro de filosofía, su relación con la política no es transparente. El proyecto de Hui es recuperar la particularidad técnica de cada comunidad, integrada a sus valores y su entorno natural, lo que él llama una «cosmotécnica». La propuesta es atractiva pero problemática. De este lado, es difícil pensar en una cosmotécnica propia en una región tan mestiza culturalmente como América latina. De aquél lado, no deja de generar suspicacias, más allá de las intenciones de su autor, que la idea venga de una potencia en ciernes como China. Javier Blanco dijo que Hui hace buenas preguntas pero no ofrece tan buenas respuestas. Salteamos por ahora la propuesta cosmotécnica para retomar la pregunta por una relación entre la Tierra, el Capital y el Trabajo, y una forma de gobernar eso. Un tema espeso que espero sintetizar, pagando el costo de excesivos hiperlinks y un tono asertivo que no refleja mi carácter. Allá vamos.
La Tierra
El planeta es uno solo pero «la Tierra» es un concepto que varía con cada ambientalismo. Para el viejo conservacionismo, la naturaleza es una fuente de recursos que deben preservarse para uso económico y estético de los humanos. Ese fue el espíritu que inspiró a los parques nacionales de Teddy Roosevelt y a la Ley de protección de la naturaleza del III Reich. A partir de los años 60 ese paradigma chocó con otro, interesado en proteger a la naturaleza del uso humano. Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly mantuvieron un largo debate con Robert Solow y un joven Joseph Stiglitz sobre el uso racional de los recursos naturales. Mientras éstos ponderaban la productividad ilimitada que permitía la tecnología, aquellos apelaban a los límites termodinámicos y la insustentabilidad del crecimiento continuo. Antonio Brailovsky historió al ecosistema argentino a partir de este derroche de recursos. A partir de la crisis del crecimiento sostenido de los años 70, este nuevo paradigma derivó en la «ecología profunda» y el «decrecionismo», mientras el conservacionismo se recicló en el «desarrollo sustentable» de la ONU. Pero ya sea como stock de recursos o como bosque sagrado, todos estos ambientalismos coinciden en ver a la naturaleza como un ente pasivo a la acción humana.
De manera paralela y marginal, se fueron gestando formas de un pensamiento ecológico alternativo, interesado en lo que la naturaleza podía hacer. Mike Davis describió la dialéctica entre las fuerzas destructivas de naturaleza y la intervención capitalista sobre él. James Lovelock y Lynn Margulis entendieron a la biosfera terrestre como una entidad capaz de transformar la atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades, un sistema autorregulado para mantener las condiciones de desequilibrio que hacen posible la vida. Lovelock alertó sobre el calentamiento global hasta el último día de su larga vida pero sin entender nunca a la Tierra como un templo estático que el humano vino a perturbar, sino como un circuito efervescente que se retroalimenta con las acciones cada especie que la habita, inclusive la humana. Un capítulo entero de su libro Gaia está dedicado a la cibernética, a la que considera, al igual que Hui, un principio social superador del marxismo y el nacionalismo. Así, tecnología, naturaleza y sociedad se integrarían en un feedback planetario inestable.
Por los mismos años en que Lovelock y Margulis desarrollaban su hipótesis, Marshall McLuhan dejaba caer esta frase: «Por primera vez el mundo natural está completamente encapsulado en una envoltura hecha por el hombre. A partir del momento en que la Tierra se introduce en este nuevo artefacto, la naturaleza llega a su fin y nace la ecología». Esa ecología sin naturaleza será la premisa del pensamiento de Bruno Latour y Timothy Morton. Y del propio Hui: «El concepto de naturaleza tiene que ser integrado en el concepto de cosmotécnica a fin de evitar conceptualmente la oposición entre naturaleza y técnica».
El Capital
Si la Tierra es un artificio cibernético, ¿qué lugar le queda a la tecnología? El de otra ecología. La humanidad se forjó a sí misma transformando a su entorno. Desde entonces, nuestra relación con ese entorno estuvo mediada por herramientas, máquinas y fábricas. Un complejo técnico que fue ganando unidad y coherencia para asociarse a su medio natural y social, como la turbina de Guimbal se asocia al río para aprovechar su fuerza hidráulica y su temperatura. Con el desarrollo de la cibernética las máquinas se abren y se dispersan. Se abren porque se retroalimentan con información de sus usuarios; se dispersan porque funcionan más allá del ámbito productivo, en dispositivos portables de uso masivo. Las viejas máquinas mecánicas se van integrando a una gran máquina cibernética que nos envuelve, asimilando a personas y objetos.
Hoy la tecnología es una ecología, un entorno que registra y hace posible cada operación humana. ¿Cómo se acopla con la otra ecología? ¿Es huésped, parásito o depredador? Por un lado, la digitalidad afecta al planeta: usa cables submarinos, tierras raras, granjas de servidores, vertederos de baterías. Y energía: un celular pesa 10.000 veces menos que un auto chico, pero contiene apenas 100 veces menos de energía; medido por año de vida útil promedio (2 del celular vs. 10 del auto), la fabricación del celular insumió 30% más de energía. Un artista posteando sus NFTs tiene tanto impacto ambiental como una planta siderúrgica. Por otro lado, la digitalidad nos provee de herramientas a la escala de la crisis ambiental que debemos gestionar. Mapear biomasa en tiempo real, medir de manera precisa y compleja el disputado Costo social de carbón, en suma, construir un «ambientalismo de vigilancia» son posibilidades que requieren escalar el poder computacional. Y para esa tarea es más eficiente un centro de datos en las montañas de Guizhou que un servidor obsoleto conectado a 220v en cada pyme y repartición gubernamental.
En 2023 es imposible pensar la cuestión ambiental sin incluir a la tecnología como entorno, como problema y como herramienta. Hui contempla todas esas dimensiones pero a costa de asignarle demasiada autonomía a la tecnología: la palabra «capitalismo» aparece apenas 5 veces en sus 400 páginas. Recién al final del libro se pregunta «si la cibernética nos permitirá relanzar la cuestión de la tecnodiversidad, o si, regida por la eficiencia en términos de la causa final impuesta por el capital, acabará haciendo realidad un sistema determinista que avanza en dirección a su propia destrucción». En efecto, hoy el vector de la digitalización es el Capital, tanto el gobierno algorítmico como la feudalización de internet responden a su lógica. Pero la «destrucción» va y viene. Y la tecnología la sigue. La teoría de los ciclos (Schumpeter, Arrighi, Mason) correlaciona esa dinámica junto a otras variables en ciclos recesivos de acumulación financiera, conflictos y exploración tecnológica; y ciclos expansivos de consolidación de esas tecnologías bajo una hegemonía global y una regulación económica que puede ser corporativa (1900, 1990), financiera (1920, 1970) o estatal (1940). Desde este ángulo, nuestra crisis climática es también un ciclo recesivo signado por la disputa por los recursos, la disrupción tecnológica, la crisis de hegemonía y el avance de capitalismos iliberales, como China o Rusia. Buenos tiempos para los partidarios del Estado; malos, para los amantes de la igualdad, libertad y hermandad de los pueblos. Pero en todo caso, los tiempos del Capital.
El Trabajo
El impacto de las nuevas tecnologías en el mercado laboral ha sido profusamente estudiado. Incluso Hui desliza que la digitalización podría causar una nueva proletarización al apropiarse del conocimiento de los trabajadores calificados. En todo caso vemos una involución del fordismo a un nuevo taylorismo. A los fines de este texto prefiero repasar dos aspectos que escapan del mercado laboral.
El primero es la energía. En cualquier sistema económico, trabajar es consumir energía para conseguir energía, convertir una energía en otra. Cada régimen energético supone un equilibrio entre trabajo y consumo (el dinero no es más que una expresión inexacta de la energía, como lo señaló Frederick Soddy hace un siglo y cómo hoy lo demuestran involuntariamente las criptomonedas). Vaclav Smil estudió la historia humana a partir de las transiciones de ese equilibrio energético (músculos humanos, animales, carbón, petróleo y electricidad). Cada transición a una nueva energía requirió un enorme volumen de la vieja energía: desde el trabajo de hombres, mujeres y niños que extrajo el carbón de las minas, al carbón que alimentó las primeras usinas eléctricas. Las transiciones son irreversibles: reemplazar la maquinaria agrícola por tracción a sangre solo en Estados Unidos requeriría una cabaña equina diez veces más grande que la del siglo XX, además de duplicar la cantidad de tierras arables para alimentar a esos animales, con el consiguiente impacto ambiental. Somos muchos y somos dependientes del alto consumo energético. Hoy, el costo ambiental de la energía fósil plantea la necesidad de una nueva transición. ¿Cuál será el equilibrio de ese nuevo régimen? Eduardo Crespo sostiene que la humanidad siempre puede modificar el entorno a sus necesidades energéticas. Para Smil, en este contexto de derroche energético en el Norte global, esa adaptación requiere un recorte del consumo global.
Eso nos lleva al segundo aspecto: el trabajo reproductivo, tareas mayormente domésticas o comunitarias que hacen posible la explotación del trabajo productivo. Un recorte del consumo global como el que reclaman tanto Smil como Extinction Rebellion y el Foro Económico Mundial implicaría una retracción de buena parte de las personas desde la economía productiva a la reproductiva: gente ayudando en la casa o en el barrio a los pocos que salen a trabajar. Exclusión con contención. El efecto de esa retirada puede ser o bien el refuerzo de ordenadores sociales tradicionales (la familia, la comunidad) o bien la mercantilización plena de las relaciones domésticas y comunitarias (pagar el trabajo de eso que llaman amor). O ambas cosas a la vez: un turbocapitalismo socialmente tradicionalista, tan bien representado por Qatar.
La Política
Hablar de política es hablar de poder e instituciones, pero también de personas e identidades. Respecto a estas dos últimas, hay dos figuras del pensamiento político clásico que ya no funcionan como antes: el individuo racional y autónomo, y el pueblo unido y afectivo. Pero no están en crisis por su debilidad sino por su exacerbación.
El intento por racionalizar el comportamiento de los individuos, por hacerlo funcional y previsible, llevó a construir una infraestructura, primero estadística y luego digitalizada, capaz de rastrear, capturar y eventualmente reorientar nuestras opiniones, conductas y emociones. El primer efecto de esa gobernanza digital fue que cada individuo se convirtió en una unidad de información legible, sin interioridad alguna, muy lejos de aquel ser humano pleno del liberalismo. El segundo efecto fue que esta intermediación digital modificó las pautas de la conectividad, cada vez menos orientada al intercambio y más hacia la reafirmación de un «yo» tribal y emocional, particularmente compatible con ese individuo somático y hueco. Así, la digitalización racional de la vida generó una masa identitaria afectiva y fragmentada, un sujeto político deseante, hedonista e intolerante. Ese es el sujeto sobre el que hay que intentar gobernar al uroboro cibernético del planeta.
A pesar de ello, o justamente por ello mismo, es necesario tener un horizonte político claro. Quisiera cerrar este largo texto esquematizando las opciones posibles sobre una tríada clásica: orden, revolución y reforma.
1. Orden
La geoingeniería se basa en la mitad de nuestro diagnóstico: el planeta ya es un artificio humano, ergo, puede ser gestionado como cualquier artificio humano. Si hasta ahora alteramos el sistema climático involuntariamente para empeorarlo, podemos empezar a hacerlo voluntariamente para mejorarlo: remover carbono de la atmósfera, inyectar aerosol en la estratósfera, fomentar la agricultura intensiva o la acuicultura para despejar zonas verdes, descarbonizar la producción gracias a la digitalización, emplear fuentes de energía no fósiles, etc.
Detrás de estas propuestas técnicas campea el sueño político del control, la ilusión de un orden. Así, la geoingenería olvida la segunda mitad de nuestro diagnóstico: el planeta es un artificio cibernético, no es neutro ni plástico a nuestras acciones. El uso del término «ingeniería» para describir alteraciones tan vastas de consecuencias tan inciertas es por lo menos engañoso. Tampoco contempla la cibernética social: la escala de las transformaciones que pretende operar no solo puede llevarse puestas instituciones democráticas y derechos fundamentales, sino que deberá lidiar con un indócil sujeto deseante que describí arriba. El capitalismo nos educó en tomar a nuestros deseos inmediatos como único criterio de validez para la cosa pública. Difícil ordenar eso. Finalmente, desde la periferia del capitalismo es imposible no desconfiar del escaso control que tenemos sobre las tecnologías y el diseño de planes de escala planetaria pero con proyección Mercator.
2. Revolución
El decrecionismo es una propuesta revolucionaria. Es el proyecto que sostienen más o menos todas las versiones del ambientalismo radical: reducir el metabolismo de las sociedades humanas a un nivel compatible con el funcionamiento natural del planeta. A pesar de condenar el prometeísmo y soberbia de la Modernidad, el decrecionismo comparte todos los rasgos de las experiencias revolucionarias modernas: se moviliza contra un problema real (cada vez consumimos más recursos y producimos más desechos), se fundamenta en un principio abstracto (una Naturaleza sabia que se equilibra sola) y propone redimir a la Humanidad de un pecado original (el desarrollo material) en un acto de refundación colectivo y voluntarista para el cual espera contar con una plasticidad infinita por parte de los seres humanos.
¿Cómo lograr semejante transformación en democracia? A diferencia de la geoingeniería, el decrecionismo adhiere a prácticas políticas horizontalistas y descentralizadas, casi autonomistas. Invocan experiencias tradicionales (las economías de subsistencia precapitalistas) y modernas (huertas comunitarias, etc) pero no tienen una idea clara sobre cómo escalar esas experiencias a nivel global y lograr el consentimiento de las mayorías. En ese caso el decrecionismo terminará enfrentado a la mayoría de los humanos en aras de salvarlos. Y sellará así su destino revolucionario.
3. Reforma
La propuesta reformista, a la que adhiero, no busca ser una salida de compromiso entre orden y revolución. Más bien pretende honrar los principios que fue hilvanando este texto a partir de la madeja de Hui: «Vivimos más que nunca antes en la época de la cibernética, donde los aparatos y el medioambiente se están volviendo organismicos. El medioambiente participa activamente en nuestras actividades cotidianas... La forma de participación de la tecnología es fundamentalmente medioambiental y al mismo tiempo transforma el medio ambiente». En rigor, la cosmotécnica de Hui solo busca agregarle «cultura», sensibilidad colectiva, a ese feedback tecnoambiental para evitar que se lo coman los algoritmos.
La integración entre naturaleza, tecnología y cultura, o para ponerlo en términos de este texto, Tierra, Capital y Política, ya es un hecho. Ya vimos que, así como el Capital es capaz de monitorear y alterar tanto el entorno natural como la sensibilidad colectiva, éstos no reciben pasivamente esa intrusión y responden con calentamiento global y calentura emocional. Ese feedback es una cibernética sin gobierno, la propuesta de Hui es dotarla de autoconciencia para que funcione orgánicamente, todo en su medida y armoniosamente.
Prefiero llamar a ese intento sencillamente «política», y adaptarla a nuestro nuevo contexto como hicimos tantas veces en estos diez mil años. La cibernética planetaria no se gobierna sola. Si bien parece neutralizar muchas de las decisiones históricas de la humanidad, también requiere de otras nuevas: planificación, mercado, geoingeniería y/o decrecimiento allí donde se pueda y haga falta, pero también medidas no estructurales: mapas de riesgo y planes de contingencia. Y nuevos espacios tanto para la deliberación como para las decisiones soberanas. La democracia nunca fue plena: desde Atenas a Filadelfia, cada sociedad eligió cuáles espacios democratizar y cuáles no. Hoy nos toca la misma tarea.
Esto no es una utopía, es la gradual, precaria y conflictiva transición a una sociedad adaptada a su nuevo entorno natural, tecnológico y cultural. Biólogos, ingenieros, economistas y sociólogos deberían hacer las paces y trabajar juntos: ya nadie tiene razón pero necesitamos una decisión. En cuánto a la pérdida de diversidad tecnológica que Hui denuncia y propone enmendar con su cosmotécnica, puede terminar siendo una disputa ya en curso por hegemónicas digitales. Ya Manuel De Landa hace 30 años advirtió sobre la homogenización tecnológica y con una dimensión más global que Hui. Aquí abajo, en América latina, debemos medir nuestras posibilidades. Tenemos recursos necesarios para la gestión planetaria y necesitamos intercambiarlos por capital necesario para nuestra gestión local de esa crisis planetaria. Los recursos son no renovables o de renovación más lenta que su consumo; el capital no es neutro ni fue pensado para nuestras necesidades. Si hay algo así como una cosmotécnica latinoamericana es mestizar tecnologías y participar de la planetariedad evitando nuestro destino atávico de enclave descartable. Estar en el mundo y en el planeta.
PD: Este texto omite la dimensión conflictiva del asunto, que está aquí.
Foto: Nowa Huta, Polonia, 1967 IG brutgroup