Nadie necesita otra explicación del auge de las nuevas derechas. Incluso aquellas explicaciones que buscan ser el punto de partida de una estrategia política terminan encajonadas en tres opciones estériles: mímesis («hagamos lo mismo que hace la derecha así ganamos»), empatía («pongámonos en el lugar de los derechistas y tratemos de comprenderlos», con todo el paternalismo del caso), o una mezcla muy típica de paranoia y onanismo (¿pajanoia?) que detecta el problema ya no en las derechas sino en algún viejo enemigo interno, real o no.
Ya nadie necesita esas explicaciones pero seguimos buscándolas y rumiándolas, casi como un ansiolítico ante la derrota y el vértigo de un cambio que escapa a nuestro control. Por mi parte, como viejo racionalista, creo tanto en las virtudes humanas como en la impersonalidad de los procesos. Cambiaron las condiciones en las que operamos y los neoderechistas saben manejarse mejor en ellas. Para no retener innecesariamente al lector, adelanto ya mi hipótesis: la derecha entendió que las nuevas tecnologías son caos y precariedad, mientras la izquierda todavía esperaba extraer algún orden de ellas.
En lo que sigue voy a limitarme a argumentar esa hipótesis, con la ya previsible vuelta de tuerca de los últimos cuatro párrafos.
Dos mitos técnicos
En busca de los mitos primordiales de la IA, Darío Sandrone presenta dos arquetipos:
«El autómata/robot y el cyborg se presentan como dos modelos de sociedad presente y futura, erigidos sobre dos concepciones diferentes del vínculo entre seres humanos y máquinas automáticas. El primero, autómata/robot, habla el lenguaje de la sustitución y el capital: los humanos se automatizan en su totalidad, a tal punto que pueden ser reemplazados por máquinas, que son más dóciles y baratas. El segundo, el cyborg, habla el lenguaje de la asociación y la política: la automatización que se da en un nivel permite la liberación de capacidades humanas en otro y esto habilita expresiones y prácticas que ni el humano por sí solo ni la máquina podrían alcanzar. Ni el autómata ni el cyborg existen más que como ficciones, como seres imaginarios, míticos, que suelen ser la expresión de ideales a seguir».
Para Sandrone, la tradición automatista—que va de Andrew Ure a Karl Marx—pensó a la sociedad en términos robóticos de capital versus trabajo; la otra línea, la cibernética que va de Charles Babbage a Alan Turing, pensó en máquinas abstractas capaces de integrarse al entorno humano. Sandrone concluye que triunfó el cyborg: hoy vivimos en un entorno tecnológico que amplía nuestras capacidades. E invita a evitar la recaptura de ese excedente de creatividad a manos del capital.
No puedo estar más de acuerdo con Sandrone pero me gustaría cruzar la dicotomía cyborg/autómata con otra, llamémosla gobierno/caos y busquemos sus mitos originarios en un aristócrata de izquierda y una chica gótica.
Saint-Simon vs. Shelley
Henri de Saint-Simon fue un ilustrado francés que vivió entre los siglos XVIII y XIX. De estirpe noble (se jactaba de descender de Carlomagno), se codeó con los enciclopedistas, participó en la Independencia de los Estados Unidos y en la Revolución francesa del lado girondino, donde se salvó por poco de ser guillotinado. Mientras tanto, se dedicó a recorrer el mundo brindando soluciones que nadie le había pedido: le ofreció un canal interoceánico al virrey de Nueva España y un canal de Madrid al mar al rey de España. Uno estaría tentado a emparejar a Saint-Simon con su contemporáneo Jeremy Bentham. Los dos fueron iluministas con una vocación por las reformas prácticas y el funcionamiento racional de la sociedad. Pero mientras Bentham basaba sus proyectos y teorías en el individualismo utilitarista, Saint-Simon se manejaba con una idea de sociedad orgánica, jerárquica e integrada, y una filosofía de la Historia que, como toda buena filosofía, podemos resumir en tres pasos:
La Historia de la Humanidad es la historia de los hombres tratando de desarrollar sus facultades de manera óptima para satisfacer sus necesidades explotando a la naturaleza.
En esa lucha, la Humanidad va desarrollando diferentes tecnologías que tienen diferentes amos o propietarios. Así, el desarrollo tecnológico va configurando diferentes tipos de clases dominantes y dominadas.
Cuando esas tecnologías quedan obsoletas, la vieja clase dominante es depuesta por otra nueva.
Todo esto puede sonarle familiar a un marxista. Demasiado familiar. Y lo es. Sin embargo, Marx y Engels condenaron a Saint-Simon al basurero de la Historia del «socialismo utópico», junto a Owen, Cabet y Fourier. Una injusticia: Saint-Simon nunca concibió comunidades autogobernadas ni nada por el estilo, siempre buscó el poder y se puso del lado de los amos: confió la transformación de la sociedad a alguna élite ya existente (los científicos, los industriales, los banqueros) y repudió a la igualdad y la libertad en nombre del progreso y la producción. El utopismo sansimoniano pasa justamente por ese proyecto de poder. Si Bentham quería maquinizar a la sociedad para poder gobernarla mejor (llenándola de estímulos utilitarios para automatizar todas las respuestas humanas), Saint-Simon pretendía gobernar a las máquinas, a las personas y a la producción como un solo paquete. Hasta la fe debía ser racionalizada bajo el concepto de «Nuevo Cristianismo» (en ese sentido, Fourier fue superior: sus falansterios debían gobernar también el deseo sexual). Ese proyecto de poder―controlar lo humano y lo inhumano, pasar del gobierno de las personas al gobierno de las cosas―es lo que el marxismo heredó íntegro. Otros socialistas utópicos fueron más visionarios acerca de la tecnología, pero es hora de escuchar a una dama.
Mary Shelley tuvo una idea muy distinta de tecnología y gobernabilidad. Ya hablé de ella y de su obra más famosa: Frankenstein. Es un clisé tan remanido en cualquier reflexión sobre la técnica que conviene despejar desde ya el mayor equívoco al respecto: Frankenstein no es una crítica a la tecnología, es una crítica al prometeísmo, a la pretensión de transformar al mundo y a la humanidad sin asumir un límite predeterminado, a la voluntad revolucionaria de gobernarlo todo, tal como pretendió hacerlo Saint-Simon. Para Shelley no solo la máquina de Frankenstein era ingobernable, sino que ni siquiera era un producto neto de la racionalidad moderna: a Viktor Frankenstein no lo inspira la ciencia de su época (desoye a sus profesores Krempe y Waldman) sino alquimistas medievales como Alberto Magno, Agrippa o Paracelso; el proceso de creación de vida no está explicado, es casi metafísico (la bobina de Tesla y el resto de los aparatos recién aparecen en la versión fílmica de 1931); y el monstruo es más heredero del Golem medieval que de Francine, la réplica mecánica que Descartes construyó de su pequeña hija muerta, según una leyenda moderna.
La idea shelleyana de una tecnología ingobernable que no solo se alimenta de la irracionalidad y la mitología, sino que las reproduce y amplifica generando caos, tuvo herederos en el siglo XX, desde Marshall McLuhan a Erik Davis, pasando por Philip K. Dick, Jacques Ellul e incluso Gilbert Simondon (la tercera parte del Modo de existencia de los objetos técnicos está abocada a la magia y la religión, pero no quiero problemas con la Iglesia simondoniana, a ver si mi cadaver aparece en una turbina de Guimbal). Enfrente de estos shelleyan orphans quedaron aquellos que confiaban en la tecnología como racionalizadora de la sociedad, una columna sansimoniana que incluye a Ure y a Marx, pero también a Babbage, Turing y, sobre todo, a Norbert Wiener. Y que llega hasta nosotros.
El fracaso del aceleracionismo de izquierda
La crisis financiera de 2008 y las protestas subsiguientes incubaron un nuevo humor izquierdista, especialmente en Gran Bretaña y Estados Unidos, dos sociedades fuertemente disciplinadas por el neoliberalismo. Este humor se expresó a través de diferentes etiquetas (poscapitalismo, posescasez, etc, para simplificar voy a llamarlas a todas «aceleracionismo») pero una sola meta: incorporar en un proyecto socialista a las tecnologías e identidades que se habían incubado desde la crisis de los socialismos en los años 80. Los motivos eran claros: por un lado, ahora no era una «clase obrera para sí» la que se movilizaba, sino trabajadores de distinta calaña movilizados como inquilinos, deudores, consumidores, etc; por otro lado, la digitalización de la producción, el intercambio y el consumo—un proceso perfectamente sincrónico con las reformas neoliberales y al que la izquierda siempre sintió ajeno, más allá de figuras marginales como Paul Cockshott—había penetrado la vida cotidiana de toda las personas y era necesario incorporarla de alguna manera al materialismo histórico, con los aderezos posmodernos o cyberpunks que hicieran falta. El desarrollo de las fuerzas productivas había traído la automatización, que exacerbaría las contradicciones del capitalismo y daría lugar a una nueva sociedad, un cibercomunismo en donde los robots trabajarían por nosotros. Esa fue más o menos la premisa del Manifiesto para una política aceleracionista, de Nick Srnicek y Alex Williams (2013); Reclaiming Modernity: Beyond Markets, Beyond Machines, de Jeremy Gilbert y Mark Fisher (2015); Postcapitalismo, de Paul Mason (2015), Fully Automated Luxury Communism, de Aaron Bastani (2018); y Digital socialism, de Evgeny Morozov (2019).
En ningún caso se trataba de trasplantar la fluidez y recursividad no lineal de la web a la sociedad, sino de racionalizar su funcionamiento mediante las herramientas de deliberación política y control económico que ofrecían estas tecnologías. Había que gobernar la utopía, según el elocuente título que eligió Martín Arboleda para bajar estas teorías a Sudamérica. Era un proyecto de control, una nueva gubernamentalidad de cuño sansimoniano cuyo proclamado horizontalismo apenas disimulaba su afán tecnocrático y ordenador. No solo porque el interés del proyecto no pasó de los campus universitarios y ciertos círculos muy escolarizados, sino porque la estética y las referencias de la propuestas remitían una y otra vez al bajo modernismo de los años 60 y 70, con el OGAS soviético y el Synco chileno como fetiches, confundiendo deliberadamente a la contracultura, el consumo de masas y la planificación estatal, tres elementos bien distintos y no siempre compatibles.
El aceleracionismo de izquierda no fue derrotado, se extinguió solo, por sus límites y contradicciones y por la dispersión de sus referentes. Quedó como una estética, sino un meme. Y es lo mejor que le pudo haber pasado. De haber agarrado envión político se hubiera topado con la maldición shelleyana: la máquina es ingobernable, la red no es una herramienta, la «inteligencia colectiva» no es inteligente, el «espacio virtual» si no es un coto de caza es un campo de batalla, el costo marginal nunca es cero: pagarás por todo y vos mismo sos el efectivo.
La ingobernabilidad de la máquina no se limita al caos y la agresividad de las ya viejas redes sociales. El estadio más avanzado (a la fecha) del nuevo paradigma tecnológico, esto es, la IA generativa por redes, no trae racionalización sino precarización laboral y cultural, datos biométricos malvendidos en la calle, información basura, textos e imágenes de mierda para ser consumidos bulímicamente por el pobrerío digital, mientras el futuro de la «clase creativa» se define entre el subempleo o proveer a un mercado de millonarios que van a querer charlas, canciones e imágenes «hechas por humanos», de la misma manera que hoy usar un poncho tejido a mano o comer verdura orgánica es una marca clasista de distinción y pertenencia.
La utopía sansimoniana de la derecha
La virtud de las nuevas derechas no pasa tanto por su buen gobierno de las nuevas tecnologías como por su capacidad de absorber y operar el caos y la precaridad que éstas generan. No hace falta zambullirse en el esoterismo de Nick Land para entenderlo, solo basta con comparar las estéticas: mientras los aceleracionistas de izquierda soñaban con nostálgicos y pulidos espacios cosmofuturistas salidos de la Ciudad hidroespacial de Gyula Kosice, los neoderechistas son felices con sus posteos incoherentes y sus imágenes generadas por IA de líderes políticos hipermusculados, chicas tetonas con la mirada muerta y encuadres épico-apocalípticos dignos de alguna portada de power metal, todo bañado con esa luz amarillenta biliar, casi melancólica. Si las imágenes son ridículas o fallidas no importa; si las noticias falsas son inverosímiles, tampoco; si las promesas son delirantes o peligrosas, menos. Vivimos las consecuencias del triunfo del cyborg como entorno tecnológico: el escape de la web hacia todos lados.
«La Red no es una herramienta—dice Erik Davis—es un entorno, un resonante amplificador psíquico que, entre otras cosas, erosiona las barreras que separan el centro del margen, la noticia del rumor, la opinión de la publicidad, la verdad del engaño. Esto hace de ella un gran caldo de cultivo para explicaciones alternativas de la realidad, para la subcultura y para esos infecciosos virus mentales que algunos llaman "memes". Ajena a toda visión común del espacio público y la cultura intelectual compartida, la sociedad en línea se convierte en una colmena de intereses de grupos, fandoms, adictos a la información, nichos de mercado manufacturados y comunidades virtuales conformadas por almas solitarias».
El mismo caos y precariedad que esas «almas solitarias» mamaron en sus foros gamers y sus dormitorios adolescentes con la persiana siempre baja, ahora se expande a la sociedad y el futuro. El horizonte utópico de la época es amplificar la patología personal.
Pero el caos es un medio, no un fin. El objetivo final de las nuevas derechas no es muy distinto a la utopía de Saint-Simon, tal como la describe Isaiah Berlin en La traición de la libertad:
«Tenemos aquí la aterradora idea de la gran jerarquía neofeudal, con los banqueros en la cima, los industriales un poco por debajo, los ingenieros y técnicos más abajo, y luego los artistas, pintores y escritores. Todo ser humano imaginativo que tenga algo que ofrecer se encuentra en algún lugar de esta jerarquía, de este gran nuevo régimen feudal en que todo está dispuesto en un orden rígido».
Las nuevas derechas también proyectan una sociedad tecnofeudal gobernada por el capital financiero y concentrada en el desarrollo tecnológico y en la captura de todo aquel «excedente de creatividad» del que habla Sandrone. Incluso la idea sansimoniana del Estado como una SRL («El principio fundamental de una gestión administrativa—escribió en 1825—es que los intereses de los administrados deben estar encaminados de tal modo que hagan prosperar lo más posible el capital de la sociedad y obtengan el apoyo de la mayoría de los miembros de la sociedad») anticipa tanto a la monarquía de un CEO que propone Curtis Yarvin como al seasteading que financia Peter Thiel.
Nada de esto es imposible. Pero supone pasar a otra velocidad. Desacelerar: renunciar al caos y buscar de nuevo algún orden. ¿Cómo gobernar a una infraestructura tecnológica que creció desde y para el caos? ¿Habrá un ajuste (menos TikTok, más Oracle), un Firewall chino, una industria 5.0? ¿Qué pasará con la población excedente si el capital recaptura la creatividad liberada por la automatización? ¿Habrá una economía popular de derecha, una guetificación, o ambas? ¿Qué pasará con el excedente de energía política: los soldados del caos que no encuentren su lugar en el nuevo orden, un ejército sin rostro de internautas que no saben hacer otra cosa que romper las bolas? ¿Y qué deberán hacer las fuerzas progresistas en ese momento? ¿Sumarse al caos o proponer su propio orden? La maldición de Shelley sigue esperando en las sombras: la máquina es ingobernable.
Foto: Begotten (Edmund Elias Merhige, 1990)