El particular progresismo académico cordobés
El fin de semana pasado fui a presentar La máquina ingobernable a Córdoba. Salteo los agradecimientos y membretes de rigor: estuvo buenísimo. El avión llegó tarde y caí directamente a la presentación con la mochila y la camisa arrugada por el viaje. Charlamos hasta que empezaron a apagarnos las luces y de ahí fuimos a un bodegón en donde la charla siguió. Al día siguiente, después de ir a la radio, pasear por un monte y despedirme en un café, se armó una tertulia en la casa de Juan Iosa, el anfitrión y organizador del evento junto a Emmanuel Biset. Aquí el público era más selecto y las preguntas fueron más intensas pero algunos temas volvieron. Me despedí de Córdoba con cierta melancolía de fin de fiesta, dando vueltas por el centro con una amigo de Villa María, buscando un lugar que estuviera abierto un domingo a la tarde y que coincidiera con sus borrosos recuerdos de la ciudad de Córdoba en 2010, cuando él vivía ahí.
A buena parte de la gente que vi y con la que hablé ya la había conocido durante la Primavera especulativa de 2022. En este reencuentro corroboré que el ecosistema cultural de Córdoba es distinto. En parte, quizás eso se explique por esa mezcla de patriotismo localista y aislamiento autoimpuesto que se dio en llamar «cordobesismo». Pero esa no deja de ser una estrategia de marketing político y aquí mi trato se limitó a un nicho más pequeño e intenso de la sociedad: la progresía académica, a la cual yo pertenezco. La causa principal de la diferencia, a mi modesto entender, es que en Córdoba ese nicho está excluido del poder provincial y nacional, de manera que se dedica a leer, discutir y pensar, sin mayor horizonte político que la Universidad. Como una mansa y humilde Escuela de Fráncfort que usa la derrota como un claro en el bosque para la contemplación desinteresada. Aquí, en el sistema litoral de Buenos Aires-Rosario, esa misma progresía probó el poder después de 2001 y todavía piensa mirando al Estado, dialogando imaginariamente con un Príncipe que algún día los va a convocar, aún para hacer cosas muy distintas a las que predican. Y así terminan ensayando morisquetas diversas, desde la restauración nacional católica hasta el paroxismo deconstructivo, pasando por las formas más superficiales de plebeyismo y el culto a la personalidad. Muecas que parecieran no tener otro fin que despertar el interés de algún rincón del poder político. No vi mucho de eso en ninguna de mis excursiones cordobesas. Los temas, los tonos y las neurosis son distintos allá, aunque el clonazepam sea tan omnipresente como en toda la clase media argentina. Una psicoanalista local me aclaró: «mirá que esto no es Córdoba, eh», señalando al cenáculo de personas de piel blanca y copa de malbec en la mano que departían amablemente en el jardín de una casa suburbana. No importa, un grupo similar de bourgeois bohemians en Buenos Aires (e igual de poco representativo respecto a la sociedad que lo contiene) tiene otra actitud, otra manera de administrar los mismos insumos intelectuales.
Crítica a la «creatividad política»
Tomé este rodeo para poner en contexto algunos apuntes de las muchas charlas que hubo. O mejor dicho, de una sola larga discusión que se fue dando en cada una de las reuniones. Yo cité a Iosa:
Previendo la disolución de la actual cultura jurídica, quiero pensar la futura. La historia no se repite, ni siquiera como farsa. Nada hace pensar que volverán las formas típicas del estado legal de derecho, ni los valores que esas formas hacían probables. Pensemos entonces las formas y los valores del futuro
Luego, alguien criticó la falta de representatividad que tiene la democracia actualmente, alguien reivindicó a la democracia representativa por su sistema meritocrático basado en el voto, alguien sugirió pasar a un gobierno de expertos, y finalmente alguien pidió «creatividad política».
Es un concepto que vengo escuchando desde mi tierna adolescencia a fines de los años 90. Desde entonces no faltaron oportunidades: hubo «creatividad política» durante la crisis de 2001, también la hubo, aunque de manera mas calculada, en la posterior reconstrucción kirchnerista. Y también, hay que admitirlo, hay una intensa «creatividad política» en este momento, en que un candidato impensable y sin la menor estructura política, ni equipo, ni experiencia alguna, accede al poder, se consolida y pretende colonizar cada rincón del Estado con un discurso radicalizado. Ese es el primer problema de la «creatividad política»: cuando el «creativo» no es el que nos gusta, nos acordamos de la responsabilidad pública, el respeto a las instituciones y todo eso que se supone que limita a la «creatividad».
El segundo problema es considerar que la «creatividad» puede ser sólo «política». Esta premisa se sostiene de una dicotomía según la cual la política es el reino de lo posible y la economía es el reino de lo necesario, de la administración de los recursos escasos. La sociedad, como tercera instancia, queda secuestrada entre los dos polos: o víctima de las restricciones económicas, o sujeto de la emancipación política. Pero es una falsa dicotomía: la política también sufre restricciones y escaseces, empezando por las de la economía que debe administrar, siguiendo por las de los acuerdos y negociaciones que requiere cualquier sistema político más complejo que una pandilla de barrio, y finalmente, con las rigideces, complejidades y procesos no lineales de la sociedad que se propone movilizar, representar y gobernar. Los partidarios del horizontalismo replican que es precisamente de esa sociedad que debe emerger la creatividad, así que no hay contradicción posible con la política. Ese societalismo, esa forma de negar la autonomía de la política para no pensar en sus problemas, se termina cuando la sociedad empieza a portarse de manera oscura, idiota o peligrosa. Allí aflora el vanguardismo mal reprimido de los autonomistas, y culpando a alguna instancia trascendente como «las plataformas», «los medios masivos de comunicación», «las psyops de la CIA», o lo que sea, reclama y justifica decisiones soberanas, autoridad e instituciones, y todo el verticalismo posible para combatir ese mal que contamina a la multitud.
En realidad, la política es tanto el reino de la creatividad como el de la necesidad, porque la creatividad es justamente la intersección entre las restricciones y nuestra manera de sortearlas. Pretender «creatividad» libre de restricciones en una tarea tan delicada e importante como la política, en el difícil arte de tejer con los hilos duros y torcidos de una sociedad, lidiar con el fuste torcido de la humanidad, es ignorar la complejidad social, suponer que una colectividad humana es totalmente plástica a los designios de la voluntad. Una voluntad que nunca es tan colectiva como la sociedad que pretende transformar. Esto es, jugar con los peores males políticos que puede sufrir un grupo humano: el caos o la tiranía.
Por su parte, la economía es tanto el reino de la necesidad como el de la creatividad. Pero eso es otro tema y requiere otro apartado.
Por una «creatividad económica»
La máquina ingobernable es un libro brutalmente materialista, que minimiza cualquier agencia humana ante el desarrollo físico del capitalismo, las tecnologías y la planetariedad. Es un libro incluso más materialista que su autor, yo, que por un lado, quise conjurar el voluntarismo implícito de un libro anterior, y por otro, me propuse ser asertivo (y «ateórico», según Javier Blanco) antes que recaer en el deleite estético de la duda: por supuesto que no estoy seguro de todo lo que digo en el libro, pero preferí ser claro ahí y discutirlo después, y no ser turbio para diluir cuestionamientos. Defender un planteo tan materialista ante el reclamo de «creatividad política» me llevó a reivindicar la «creatividad económica», un concepto que fue recibido con sorpresa por el auditorio, en algunas caras incluso llegué a ver una muda indignación. Pero no debiera ser así.
En los últimos 50 años Argentina probó casi todos los experimentos políticos posibles: una dictadura que se propuso rediseñar la sociedad hundiendo el cuchillo hasta alcanzar el alma colectiva; una transición a la democracia que se propuso otro tanto, ahora con deliberación infinita y pedagogía republicana; una experiencia a la vez populista y neoliberal, conservadora y convencional en sus fines, pero lamentablemente «creativa» en sus medios (atar el peso al dólar durante diez años seguidos, transformar a la constelación peronista en un prolijo partido de burócratas, descuidando el efecto que eso pudiera tener en la gobernanza de los márgenes). Después de 2001, volvió la «creatividad»: «la sociedad levantó sus demandas de siempre y tuvo éxito: el kirchnerismo, sus reparaciones sociales y su irresponsabilidad fiscal, pueden leerse como la larga reacción de pavor ante lo peor. Un proyecto de poder construido sobre el trauma de lo peor, financiar como sea los viejos hábitos de la sociedad ingrata para que las demandas de siempre no ardan a sus pies. Cuando las arcas se vaciaron fue necesario compensarlas con aquello que el alfonsinismo no había logrado en vida: un marco general, un relato».
Mientras tanto, el capitalismo argentino languideció durante medio siglo. Toda esa «creatividad política» no nos dio mejor vida, y hoy los jóvenes emigran. No expulsamos pobres que manden remesas, como otros lugares de América Latina: expulsamos jóvenes con estudios superiores. Expulsamos saber. Y en la frustración colectiva por el estancamiento económico, antes de pensar en la causas materiales del problema, vuelve la forma más tóxica de «creatividad política»: la retroutopía, pensar que se puede volver atrás, que la sociedad es tan plástica que vamos a poder modificar ya no solo nuestra cultura política, sino nuestros valores, nuestro modo de vida, para recuperar un pasado que nunca existió, para parecernos a la foto plana y torpe, como generada por IA, del Pueblo Argentino.
Necesitamos «creatividad económica», soluciones distintas, no estructurales, planes de contingencia, flexibles en la práctica pero sostenidas en el tiempo, para generar valor en un contexto dado (la precariedad estructural del antropoceno) con las herramientas disponibles (las empresas capitalistas, las instituciones públicas, el saber colectivo acumulado y en proceso, la creatividad e iniciativa individual), concentrando el esfuerzo en puntos estratégicos para disminuir el impacto ambiental: priorizar los bienes de uso colectivo por sobre los de uso privado, potenciar la digitalidad en donde aumente y perfeccione las capacidades humanas, tal como la celebra Javier Blanco, y restringirla en donde sea un drenaje de atención y creatividad humana, tal como la denuncia Agustín Berti. En un momento en que el capital digital se abarata (gracias a la derivación de costos físicos a una infraestructura material de escala planetaria), y que el volumen de datos asequibles crece exponencialmente y nuestra capacidad industrial de procesarlos también, en un momento en que la crisis planetaria demanda nuevas matrices energéticas, nuevas pautas de consumo, nuevos procesos productivos, negarnos la «creatividad económica» es autoboicotearnos, mutilarnos como actores.
La economía, entendida como el estudio de la producción y distribución de bienes, esto es, información y energía, siempre fue una disciplina teórica, especulativa, un terreno abierto a la creatividad. Es cierto que esa creatividad hoy está coartada por la enorme concentración del poder económico, que en muchos casos opera contra las propias posibilidades tecnológicas de la época. Allí sí debe actuar la política con sus herramientas de siempre: la soberanía, la ley y, eventualmente, la fuerza. Agregaría la deliberación, pero hoy está en crisis. China siempre resulta tentadora.
Una propuesta modesta y tres ideas al respecto
¿Qué puede hacer la progresía ilustrada en todo esto? Lo primero que se me ocurre es pensar sin Estado: dejar de ver al poder como potencial empleador, mecenas y cliente monopsónico, dejar de ofrecer las ideas que cree que le van a interesar al Príncipe de turno, y también dejar de creer que cualquier concepto, teoría de moda o paradigma de las ciencias humanísticas merece una subsecretaría o un inciso en un proyecto de ley. Y empezar a generar ideas y conexiones que, a la larga, lleven al poder a interesarse en lo que hacemos. Y si no lo hacen, no importa, que se vayan a la mierda. El saber colectivo que se valorice siempre encontrará su lugar.
Lo segundo que podemos hacer es, justamente, generar esas conexiones, unir islotes de pensamiento, debate y producción intelectual que están dispersos entre las provincias, los sistemas administrativos del saber, dentro y fuera de la Universidad, dentro y fuera del Conicet, en el archipiélago monotributista del «periodismo» o en los rincones más oscuros de internet. La inteligencia colectiva está mal administrada, y no podemos confiar solo en la web o en el Estado para que haga el trabajo. Hay que crear redes sociales analógicas, las de siempre: reuniones, charlas, discusiones. Que la web y el Estado sean instrumentos nuestros, y no lo contrario. Se trata de generar diálogos experimentales, que salgan de la zona de confort ideológica pero eviten las derivas inconducentes manteniendo un plan básico, una consigna a respetar. Es, de alguna manera, lo que intentó hacer Biset con la Primavera especulativa. Debe haber otros espacios similares que no conocemos, puntos que hay que unir para formar una superficie, aunque sea inestable. Por mis intereses, se me ocurren tres puntos a unir, quizás muy específicos, quizás inconducentes, pero que apunto solo como ejemplos:
Poner a conversar a la tradición local de filosofía de la técnica, incluyendo a los abundantes lectores de Gilbert Simondon y Yuk Hui en Argentina, con los estudios de caso schumpeterianos, como los trabajos de Facundo Picabea sobre desarrollos tecnológicos locales (no exentos de cierta nostalgia) como el Rastrojero, la moto Puma o el auto Justicialista.
Conectar los nuevos materialismos y los estudios sobre formas de agenciamiento técnico (muy bien representados en nuestro país por el grupo de estudios de Diego Parente, y su último libro Hacer cosas sin palabras, una presentación general y sistematización del debate materialista sobre la técnica que no teme a la bajada política) con la historia social de las infraestructuras, como la que hace Valeria Gruschetsky, o los estudios sobre agronegocios, quizás el sector más dinámico y discutido de nuestro capitalismo (¿una semilla de soja es un actante? ¿cómo lo es? ¿cómo legislarla al respecto?), todos ellos enfoques orientados empíricamente, que piensan la técnica como prácticas situadas a partir de casos concretos.
Unir los debates sobre planetariedad, hibridaciones latourianas y ontologías planas, con el nuevo interés que generan las formas de urbanización, las disputas geopolíticas y los llamados procesos «glocales». Algo así como poner a conversar a la Primavera especulativa con m7red.
Son apenas tres ideas, posiblemente malas, de usar la enorme pero mal administrada energía intelectual local para hacer foco en el problema de la época: cómo vivir en el capitalismo 4.0 y cómo hacerlo vivible.
Haber discutido esto en la capital de la «zona núcleo», con su tradición industrial, sus gringos sojeros y el bizarro edificio de Tarjeta Naranja cortando el skyline cordobés… no tiene precio.
Algo del cruce que proponés está pasando en el ámbito de la tecnología climática, donde se cruza ambiente, tecnología, economía y también territorialidad, porque solo funciona lo que tiene lógica para la región (los que importan modelos de afuera sin ver necesidades reales fracasan).
Por ejemplo dos startups de México que levantaron capital recientemente son las que unen vehículos eléctricos con conductores de plataformas (descarbonización del transporte+menos costo operativo para los conductores) o acceso a energía solar por suscripción (saltando al Estado como -mal- proveedor de energía). También hay una empresa cordobesa muy interesante que logró monetizar el ahorro de agua (que no tiene ningún sentido económico pero sí ambiental). Obviamente hay que mirar de cerca pero es un sector para seguir (casualmente desde Climatech Argentina se trabaja mucho con Córdoba, hay una conferencia ahora en mayo).
Nooo la PTM podía tener la oportunidad (capaz) ese viernes de ir al Museo por lo menos :(