A propósito del último posteo, un par de lectores preguntaron por qué no incluí el caso de China como forma exitosa de gestionar a una sociedad neoliberal. En 2018 escribí esto sobre el neoliberalismo con características chinas.
En diciembre de 2018 se cumplieron 40 años de las reformas económicas de Deng Xiaoping en China. Anteriores a Thatcher y Reagan, fueron las reformas chinas las que formatearon al neoliberalismo mundial del siglo XXI. Una de las diferencias entre el liberalismo clásico y el neoliberalismo reside en que para el primero el mercado es algo dado que sólo hay que liberar y para el segundo es un artificio que el Estado debe crear y conservar. Para los chinos, que nunca conocieron el liberalismo, queda perfectamente claro que el mercado, el capitalismo mismo, es una construcción del Estado.
El neoliberalismo es uno y tres a la vez. Bajo un mismo programa y espíritu caben el momento destructivo de los 70 y 80 y el momento progresista de los 90, que entra crisis entre los atentados de 2001 y el crack financiero de 2008. Esa crisis parió al tercer neoliberalismo, que parte de la crítica al legado cultural del momento progresista: el multiculturalismo, la disolución de identidades, la política del goce y todo lo que el capitalismo absorbió de la contracultura de los 60. El neoliberalismo tardío madura su divorcio ya no sólo de la democracia, sino del liberalismo mismo. Y el capitalismo antiliberal chino parece contener los rasgo del neoliberalismo tardío que se extiende por Occidente. A continuación, seis viñetas sueltas de ese gran Otro que nos refleja.
El rendimiento marginal decreciente
El capitalismo chino empezó por los márgenes. En 1978 el sistema de comunas rurales fue desmantelado para fomentar el individualismo económico. Más adelante, se crearon zonas especiales para inversiones extranjeras directas. Para 1984 China tenía una economía dual, mitad privada, mitad estatal, que crecía un 8%. En 1987 comenzó la privatización de empresas estatales, en 1993 se proclamó la «Economía socialista de mercado», en 1999 se legalizó la propiedad privada plena y en 2001 la Organización Mundial del Comercio reconoció a China como economía de mercado.
Desde entonces, según Dinny McMahon, autor de China’s Great Wall of Debt: Shadow Banks, Ghost Cities, Massive Loans and the End of the Chinese Miracle, la economía china vivió de inversiones de deuda en infraestructura. Luego de la crisis de 2008, el gobierno chino decidió mantener la actividad emitiendo bonos. La ratio deuda-PBI pasó de 160% a 260% en 2016, al tiempo que también creció la deuda privada en relación al ahorro. En esa carrera loca, China no puede enfriar su economía.
La raíz del problema para McMahon es el sistema político chino, a la vez todopoderoso y descentralizado. Los funcionarios del Partido Comunista Chino (PCCh) disponen de los recursos y son promovidos según el crecimiento económico que logren en sus ciudades y provincias. Así, se endeudan, gastan, especulan con la tierra y fomentan distorsiones financieras que en cualquier otro país terminarían en una bancarrota. La información económica es opaca o directamente falsa, las empresas zombis proliferan sin que nadie decida cerrarlas: una metalúrgica estatal provee a una represa con planos rusos de los años ‘80 completamente desactualizados mientras los operarios se dedican a cultivar hortalizas en los terrenos linderos a la planta. Para peor, la mano de obra barata que proveían sus 114 millones de migrantes internos desprovistos de derechos sociales por el sistema de empadronamiento hokou ya no es tan barata. Hasta los mendigos se encarecieron en la recalentada economía china.
En tal escenario, McMahon prevé una inminente crisis china. No será un crack espectacular sino el comienzo de una larga etapa de crecimiento lento, encapsulada en las fronteras de la República Popular, aunque puede afectar al mundo a partir de la caída la demanda china. El Presidente Xi Jinping es consciente de esa curva de la tasa de crecimiento y se propone reformar la economía depurando al sistema financiero y fomentando la innovación tecnológica. Dos puntos que el libro de McMahon omite deliberamente, aunque reconoce que el plan de innovación tecnológica Made in China 2025 es la fuente del conflicto con Trump. El arresto, a pedido de Estados Unidos, de la directora financiera de Huawei e hija del fundador en 2018 no hizo más que corroborarlo.
La ideología china
¿Cómo afectará la desaceleración a un país endémicamente optimista (80% de los chinos piensan que sus hijos van a vivir mejor que ellos, vs. el 60% de los norteamericanos que piensan que van a vivir peor)? Difícil que derribe a un PCCh que sobrevivió a cosas peores, pero sin duda afectará la política. El proyecto de Xi es atajar la curva apostando a la hegemonía internacional y a un update ideológico.
Un artículo reciente señala que el Estado chino, desde Sun Yatsen (1925) en adelante, siempre fue ideológico. En este momento, el software del aparato estatal chino es el «Pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas para una nueva era», un artefacto que combina citas de Mao, principios confusianos, nacionalismo y eficientismo. Elaborado por un ejército de académicos subsidiados para ordenar los discursos de Xi y difundido por el programa televisivo Makesi shi duide («Marx tenía razón»), sostiene que China «se puso de pie» bajo Mao, «se enriqueció» bajo Deng y se «vuelve poderosa» bajo Xi, triunfando allí donde han fracasado el estalinismo del siglo XX y el neoliberalismo del XXI y evitando el desorden de la democracia liberal, palpable en la emergencia de tantos «populismos».
Roland Lew señaló que la exitosa transición china al capitalismo en parte fue posible por la flexibilidad que la sociedad y el Estado adquirieron durante el periodo maoísta: la autogestión obrera permitió ahorrar en management, la desesperación impulsó el emprendedorismo y una dirigencia comunista educada en el riesgo de desborde permanente está preparada para afrontar casi cualquier crisis. Lejos de las peroratas de Castro o la sobreactuación de Yeltsin, Deng y los suyos avanzaron hacia el capitalismo con una política de experimentación y gradualismo. Un pragmatismo que el propio Mao inauguró con su particular lectura del marxismo.
El neomaoísmo de Xi es un mero reseteo ideológico para reforzar la autoridad estatal y refinar la imagen global del país y su particular sistema. Curiosamente, convive tanto con una sociedad suspicaz a las fórmulas maoístas, como con verdaderos grupos marxistas y aún maoístas, severamente reprimidos por el gobierno.
El gobierno invisible de dos mil millones de mentes
No será el primer reseteo ideológico de China. En 1995 el Presidente Jiang Zemin propuso continuar las reformas del 78 pero acompañarlas de productos culturales más ricos, alegres y creativos que captaran el favor de la sociedad. El eje de ese poder blando fue la CCTV, la cadena televisiva estatal de China, con telenovelas históricas, sitcoms pedagógicas y la divulgación de un confusianismo rayano en la autoayuda. La otra pata de la nueva estrategia comunicacional fue la «Ilustración», el curioso concepto bajo el cual los periodistas de la CCTV trataron de educar en la ciudadanía sin esparcir el pesimismo con malas noticias, buscando un equilibrio entre las presiones del Estado y las demandas del público. Si bien hubo buenos experimentos de investigación periodística, incluso un programa feminista, la «Ilustración» televisiva china no resistió la censura.
El poder blando falló: en 2003 la información que circulaba en internet dejó en evidencia la pésima cobertura televisiva del brote de SARS. En 2009 un incendio en el bizarro edificio del canal oficial motivó burlas y festejos en las redes sociales. El director debió renunciar. En 2012 una nueva ronda de batalla cultural barrió con numerosos programas de impronta occidentalista. Aún así, la CCTV sigue fijando la agenda pública.
Pero si China pierde la batalla televisiva, aún puede ganar la guerra digital. La lógica del liberalismo digital confía en que internet acabará con el monopolio estatal de la información. En el año 2000, Bill Clinton dijo que el intento chino de controlar la red era inútil, no iban a poder con ella. Todo cambió al año siguiente, cuando Silicon Valley extendió al mundo un modelo de negocios y control social fundado en bases de datos y algoritmos. En ese nuevo mundo, China cuenta con dos ventajas: una enorme cantidad de usuarios locales (ergo, datos) y el acuerdo entre el PCCh y las big techs nativas, como Weibo o Baidu, para extenderles libertad económica y apoyo gubernamental a cambio de acceso a esos datos y control ideológico de los contenidos. No habrá en China un Cambridge Analytica que perturbe la relación entre el gobierno y la internet, porque el propio Estado chino hace ese trabajo. Mientras tanto, el modelo chino de negocios de internet es copiado en todo el mundo.
La dictadura aceleracionista
En julio de 2018, China publicó su plan 2030 para el desarrollo de la inteligencia artificial, con un presupuesto de 5 mil millones de dólares. Ya en 2013 China produjo más investigaciones sobre deep learning que Estados Unidos. Cuenta con el principal insumo que necesita esa industria: millones y millones de usuarios cuyos datos son captados por plataformas como WeChat, que permite socializar, jugar, pagar las cuentas, reservar pasajes, etc. Por otro lado, el gobierno estableció bases de datos de «crédito social» que eventualmente podrían calificar el crédito, la salud, la conducta y la lealtad política de todos los ciudadanos chinos.
La ventaja comparativa de la aceleración tecnológica china es no tener que dar explicaciones. En sólo cuestión de meses, pasaron de clonar monos a modificar genéticamente seres humanos, y ya la prensa local se pregunta cuánto tardarán en clonar humanos. Otro tanto se puede decir de su accidentada carrera espacial, que esta semana envió una misión al lado oscuro de la luna.
Un ítem particularmente preciado por el gobierno es la tecnología de reconocimiento facial. Un sistema desarrollado por la Universidad de Tsinghua permite reconocer e un rostro en 3 segundos con un grado de precisión de entre el 60% y el 88%. Desde entonces, China piensa aplicar la tecnología para la policía, las compañías de seguro y hasta el sistema educativo. La región de Xinjiang se transformó en un laboratorio de vigilancia doméstica que combina esta tecnología con un profuso sistema de cámaras.
El Wall Street Journal se pregunta si no estamos ante una dictadura digital. Mas escéptico, Foreign Policy sostiene que la apuesta china por la big data es un intento por superar la opacidad de la información china para el propio gobierno, que poco sabe de su enorme y poceado país librado a las fuerzas del mercado.
Mientras tanto, en la sociedad, la brecha digital se agranda. Y es imposible dejar de preguntarse qué efecto tendría la automatización del trabajo de una nación desigual y gigantesca. Entre los pliegues de Beijing, un cuento de Hao Jingfang publicado en 2012, imagina una ciudad futurista, automatizada y plegable, dividida en tres castas. Los habitantes de cada pliegue son dormidos mediante drogas durante el tiempo que no les toca hacer uso de la ciudad. Hacia el final, un personaje explica:
«Este nivel de automatización es indispensable si queremos que crezca nuestra economía. Así alcanzamos a Europa y Estados Unidos. El problema es: ahora que hemos sacado a la gente tanto del campo como de las fábricas, ¿qué vamos a hacer con ella? En Europa optaron por una reducción generalizada de la jornada laboral, lo que incrementó para todo el mundo las oportunidades de conseguir empleo. Pero esto merma la vitalidad de la economía. La solución óptima pasa por reducir el tiempo que se dedica a vivir un determinado segmento de la población y averiguar la manera de mantenerlo ocupado».
Para la ciencia ficción china, los bullshit jobs serán política de Estado. Queda por ver qué será del consumo.
El consumo como trabajo
La foto de dos mujeres chinas en medio de una inundación en Venecia, cargando sonrientes sus bolsas de Louis Vuitton con el agua a las rodillas, se viralizó como símbolo de la crisis climática, del capitalismo tardío y también del desesperado consumismo chino. Según John Osburg, en China el consumo es un trabajo. Los bienes de lujo aceitan las redes clientelares entre funcionarios y empresarios que todavía dependen del Estado para acceder al capital y las licencias de negocios. El lujo chino entonces es menos una búsqueda de distinción a lo Bourdieu que una esforzada mueca de pertenencia social llena riesgos y ansiedad, dependiente de las precarias percepciones de los otros.
«En este contexto, el consumo se vuelve altamente convencional y ritualizado. Las actividades propias del ocio, como beber un determinado whisky o cantar karaoke, más que placenteras, son consideradas explícitamente como una forma de trabajo, una actividad alienada».
El consumo alienado y ansioso pronto se llenó de sentido político. Empezando por el nacionalismo: consumidores «que, para orgullo de la nación china, se levantan contra poderosas compañías extranjeras que se llevan contentos su plata mientras miran con desprecio al consumidor chino». En 2002, un hombre cansado de reclamar por fallas en su Mercedes Benz, lo arrastró por las calles atado a un búfalo y lo destruyó a mazazos.
El consumo también es visto como otro vicio de xiangjiao («banana», como se llama a los chinos occidentalizados: amarillos por fuera pero blancos por dentro). Para llenar el vacío espiritual y dotar de una orientación positiva a su consumo, muchos empresarios chinos empezaron a buscar un sistema de creencias como la religión, el golf y el coleccionismo. Mientras tanto, la Biblia sigue banneada en los sitios de e-commerce.
La reciente campaña anticorrupción de Xi impuso una nueva austeridad: los banquetes oficiales se limitan a «cuatro platos y una sopa», la demanda de restoranes y marcas de lujo disminuyó. Para Osburg, el efecto neto de esta política de consumo austero será el cierre de las redes clientelares en algo menos parecido a una burguesía corrupta que a una aristocracia hereditaria.
El capital invade los cuerpos
En abril de 2018, Real Bodies, una exposición de cuerpos embalsamados en Australia fue acusada de usar cadáveres de presos chinos. Pesaba el antecedente de 2016, cuando organismos de derechos humanos denunciaron el tráfico de órganos de esos mismos prisioneros.
La lógica del capital invadió los cuerpos chinos de la forma más grosera. En los años ‘90 se expandió el mercado de la sangre humana en China, con respaldo de Ministerio de Salud. La racionalización del sistema de salud chino fomentó el negocio de los productos derivados del plasma, como la albúmina, de moda entre pacientes críticos o terminales. Del otro lado de la jeringa, campesinos necesitados de dinero comenzaron a donar sangre sin considerar daños ni riesgos. Pronto el sida trepó a cifras africanas. El mercado de esperma, en cambio, sigue otros criterios: los donantes deben ser comunistas convencidos.
Una lectura más luminosa de la política de los cuerpos es la de El sexo en China, el libro de Elaine Jeffreys y Haiquing Yu editado en 2016. Relativista hasta la complacencia, el libro nos pasea por las plazas a las que acuden padres y madres con fotos de sus hijos únicos para tratar de casarlos ventajosamente; los matrimonios arreglados entre homosexuales y lesbianas para diluir sospechas, así como los divorcios falsos para evadir al fisco; y una comunidad homosexual de 40 millones de chinos surcada por el clasismo, en donde el viejo término comunista tongzhi («camarada») distingue al respetable gay urbano del pobre campesino homosexual que debe migrar kilómetros en busca de libertad.
La hipótesis de las autoras es que, lejos de censurarla, el Estado chino gestiona la sexualidad: la igualitaria Ley de Matrimonio de 1950; la precoz iniciación sexual durante las movilizaciones estudiantiles de la Revolución cultural; la malthusiana «política del hijo único» de 1979, que liberó a las mujeres de la crianza de una familia extensa y rompió el vínculo entre sexo y procreación, fueron hitos de esa biopolítica. Hoy el PCCh debate si legalizar la prostitución, promueve campañas para que las familias campesinas acepten a una hija única y blanquea la homosexualidad en afiches de prevención del VIH repudiados por los transeúntes. Un Estado sexualmente a la izquierda de su sociedad.
Todos somos chinos
China disfruta de una exterioridad interna para Occidente: compra nuestra comida, nos vende su tecnología, sus emigrantes circulan por nuestras calles; sin embargo, sigue siendo el país lejano, raro y cruel que maravilló por siglos a Europa. Demasiado poderoso para ser pintoresco, demasiado incómodo para ser ejemplo de nada, demasiado capitalista para las reglas del capitalismo primermundista.
En 1843 Marx señaló que todos los rasgos negativos que la sociedad atribuía a los judíos eran los rasgos que el capitalismo se negaba a reconocer en sí mismo. Es probable que el interés morboso de Occidente por China busque su propia caricatura. Ya no se trata sólo de la exterioridad interna de China en nuestra vida sino de la interioridad externa de China como un fantasma de nuestra sociedad.
Su explotación laboral y ambiental, su consumo alienado, su plebeyización estúpida, su falseamiento de la esfera pública, sus ridículas formas de espiritualidad, su gestión envolvente de los cuerpos y las mentes, pero también un crecimiento económico y una movilidad social que Occidente ya no puede recuperar. Es inevitable ver a China sin sentir que condensa y distorsiona los procesos de modernización occidentales, acelera los tiempos de nuestra querida civilización para mostrarnos un espejo deforme pero sumamente nítido de ella.
Y en esa aceleración también podemos ver un futuro posible: un sistema híbrido que debe adaptarse a un mercado sin abrir el juego político, un gigantesco Estado empresarial que va graduando con precisión y paciencia, un arsenal de nuevas tecnologías diferentes márgenes para el consumo y el goce de sus gobernados, sujetos deseantes aislados de toda participación cívica. El riesgo no es que China se adueñe del mundo, sino que el mundo se apropie del modelo chino para controlar a la sociedad neoliberal ingobernable.
Fotos: Matteo Damiani - China underground