Ya no es necesario aplicar políticas neoliberales: el neoliberalismo está en la sociedad. La discusión ahora, en Argentina y en el mundo, es cuál es el gobierno que requiere esa sociedad neoliberal hasta los huesos. Puede que una sociedad intensamente neoliberal requiera una forma de gobierno no liberal. Pero empecemos desde el principio, desde un principio.
En el primer semestre de 1979 Michel Foucault dedicó su curso del College de France a un «nuevo arte de gobernar basado en la economía política liberal», más puntualmente, los exponentes más neoliberales de ese pensamiento. Veinte años después el curso fue editado como El nacimiento de la biopolítica, un título vendedor y engañoso. Comenzaba así una serie de equívocos y contorsiones alrededor de la relación entre Foucault y el neoliberalismo. En Argentina, por ejemplo, El nacimiento de la biopolítica fue editado en 2007, durante el apogeo del giro populista de izquierda en toda la región. El pensamiento foucaultiano había echado raíces profundas en el suelo académico argentino. Ya lejos de la semilla que habían plantado Tomás Abraham, Esther Díaz y Edgardo Castro, el Foucault argentino se amoldó con dulzura en la doxa progresista, plebeyista y vanamente anticapitalista de las universidades públicas y más tarde en las aulas blancas y luminosas de algunas universidades privadas. Tan consolidado estaba ese Foucault criollo que El nacimiento de la biopolítica fue rápidamente mal leído como una genealogía del pensamiento económico liberal, un intento deconstructivo de pensar desde el neoliberalismo, y no como lo que realmente era: una presentación del pensamiento neoliberal como un nuevo y mejor arte de gobierno. La deriva intelectual y política de Foucault entre 1979 y 1984 era coherente con esta intención: su creciente rechazo al marxismo, su entusiasmo por las reformas liberales de Giscard d´Estaing, su aproximación a los «nuevos filósofos» antitotalitarios (Glucksmann, Lévy, Bruckner) y su oposición al «programa común» de 1972 entre el Partido Socialista y el Partido Comunista, unión que llevaría a Mitterrand a la presidencia de Francia en 1981.
Para desanudar esos equívocos, en 2016 Daniel Zamora y Michael Behrent compilaron el volumen Foucault y el neoliberalismo, tratando de desarmar las negaciones y simplificaciones alrededor del curso de 1979 y la deriva del último Foucault. Poco antes Zamora había dado una entrevista a la revista Jacobin sobre el tema. Ahora, el sello Interferencias publica Foucault y el fin de la revolución, de Mitchel Dean y el citado Zamora en donde la cuestión es puesta bajo un foco más ancho. Hay una periodización canónica del pensamiento de Foucault que distingue entre un periodo dedicado al saber; otro dedicado al poder; y el «último Foucault», preocupado por el sujeto. Es en este último periodo en donde Foucault buscó un nueva política de subjetivización que no pasara por el Estado y sus mecanismos disciplinarios (incluyendo las políticas bienestaristas) sino por un arte de gobernar liberal, que dejara un mayor margen de experimentación al individuo y la sociedad, y los mecanismos de validación (o «veridicción»: decir verdad) pasaran por el mercado.
El libro de Dean y Zamora funciona a priori como una sistematización del pensamiento del último Foucault, que va de 1979 a 1984, el más resbaladizo, con sus bandeos entre la autoayuda y la reivindicación del ayatollah Jomeini, además de la deriva neoliberal. Pero en el ida y vuelta entre Foucault pensando un neoliberalismo que aún no conocía a Thatcher y Reagan, la implementación efectiva de esas políticas y las transformaciones del mundo y la sociedad entre 1968 y 1984 también es posible repasar el trayecto global y local del último gran proyecto de transformación social efectiva, el neoliberalismo. Todo lo que vino después todavía está en veremos.
Las fases del neoliberalismo global
En el libro de Dean y Zamora subyace una periodización pensada para Francia pero fácilmente expandible. Entre 1968 y 1979 se abrió una crisis económica e ideológica del modelo de gobierno estatista que promovían tanto el gaullismo como la izquierda. Durante la segunda mitad de los 70 se produjo un debate sobre una nueva forma de gobernar a una sociedad más heterogénea y menos próspera que la de posguerra. Ese debate incluyó a parte de la izquierda, con Michel Rocard como referente político y Pierre Rosanvallon como ladero intelectual. Y a Foucault. A lo largo de los años 80, ya con Foucault muerto, esas políticas fueron aplicándose. Es importante recordar que luego de un arranque neoconservador y muy conflictivo con Reagan, Thatcher y Pinochet, el neoliberalismo logró consolidarse y legitimarse bajo gobiernos progresistas: Mitterrand y González en los 80, Blair y Clinton en los 90. Dean y Zamora cierran el libro repasando el efecto del neoliberalismo en el siglo XXI:
«El neoliberalismo contemporáneo es espurio en el sentido de que ha perdido su identificación con un movimiento político que le proporcionara algún tipo de legitimidad. En términos generales, primero ingresó al dominio político público a la manera de un conservadurismo durante su fase regresiva y después se volvió a los partidos laboristas y socialdemócratas durante su fase de despliegue o de implementación. Hoy un neoliberalismo espurio no pertenece a ninguno de los bandos y se adhiere a diversas formaciones políticas y económicas: cristianos fundamentalistas y defensores de la diversidad, capital financiero e inmobiliario, liberales progresistas y autoritarios conservadores, decisionismo soberano y estado de derecho».
El ciclo del neoliberalismo argentino
¿Cómo funciona esa periodización en Argentina? Mal, como toda semilla que uno quiera plantar en suelo ajeno sin adaptar el germoplasma. Ya repasé esa historia, me limito a resumirla. Primero hay un inevitable delay tercermundista: aquí el neoliberalismo llegó más tarde. Pioneros como Celestino Rodrigo o Martínez de Hoz pagaron la multa hegeliana de querer hacer las cosas antes de tiempo: solo pudieron destruir sin construir nada en su lugar. En 1988, mientras Michel Rocard hacía su ingreso victorioso al gobierno francés, aquí Sourrouille, Machinea y Canitrot presentaban un agónico Plan Primavera, que incluía privatizaciones y menor presión fiscal, y terminó siendo la previa al colapso hiperinflacionario de 1989. Es a partir de ese trauma que empieza el neoliberalismo argentino, con apuros (Menem privatizó en un año más que Thatcher en dos mandatos), engendros (la «convertibilidad» era una caja de conversión sin respaldo) y límites (flexibilización laboral trunca, sistema previsional mixto y reforma del Estado solo en Nación y no en las provincias).
¿El de Menem fue un neoliberalismo neoconservador o progresista? Menem sobreactuó una estética conservadora (sacos cruzados, catolicismo de converso, tenis con Bush padre) pero su gobierno sancionó leyes de cupo femenino y violencia doméstica. En todo caso, lo que nos quedó del periodo no es el neoliberalismo de Estado sino el neoliberalismo popular, como ya veremos.
El neoliberalismo argentino nació con un colapso y murió con otro: la crisis de 2001-2002 difundió un repudio generalizado a las «políticas de los años 90» que los sucesivos gobiernos recogieron de diversa manera: Rodríguez Saa defaulteó la deuda pero mantuvo la convertibilidad, Duhalde y Remes devaluaron, subsidiaron tarifas y establecieron el primer sistema de ingreso no salarial nacional, pero con el horizonte de normalizar a mediano plazo la situación fiscal y financiera. Desde 2003 empezó un intento más decidido de contrarreforma. Primero Kirchner y De Vido intentaron reconstruir algo parecido a la sociedad peronista: pleno empleo (con informalidad), industrialización (con proteccionismo), «burguesía nacional» (Ulloa, Lázaro, Cristóbal, Ferreyra, Garfunkel y Eskenazi) y prodigalidad fiscal (con tarifas pisadas, superávits gemelos y una porción de la deuda defaulteada que no fue negociada). Luego, Cristina Kirchner, Kicillof y Moreno limpiaron la mesa chica de capitalistas amigos y avanzaron hacia el estatismo duro y puro. A diez años del colapso, Argentina había pegado toda la vuelta y se reencontraba con ese estatismo que Foucault criticó en 1979. Y la mayor parte de los foucaultianos argentinos votaba y aplaudía eso. El problema es que, como nos enseñó Stephen King, nunca es buena idea resucitar a un cadáver porque no vuelve tal como lo conocimos. Por eso, vale la pena volver a Foucault.
Los empresarios de sí mismos
Foucault llegó al neoliberalismo no tan preocupado por la crisis fiscal ni la indisciplina fabril como por una nueva «gubernamentalidad» o arte de gobernar. El curso anterior al de 1979 (publicado como Seguridad, Territorio y Población) había estado abocado al estudio de la gubernamentalidad occidental. Ahora, con un ojo en las reformas de Giscard y el avance de la Unión de Izquierda francesa, y otro en el «milagro alemán» y la continuidad del modelo económico de Ludwig Erhard (un miembro de la Sociedad Mont Pelerin) bajo los gobiernos socialdemócratas de Brandt y Schmidt, Foucault buscaba una gubernamentalidad de izquierda que superara al estatismo francés. Las teorías económicas de los ordoliberales alemanes (Röpke, Rustow, el propio Erhard) y los análisis de la conducta económica de Gary Becker fueron los insumos para definir una nueva tecnología que reemplazara el método inquisitorio del Estado (investigar y sancionar la verdad) por la prueba ordálica del individuo: atravesar una experiencia límite para constituirse en sujeto y hacer manifiesta la verdad. Esas experiencias límites podían ser un viaje con LSD, una práctica sadomasoquista o una espiritualidad política que se opusiera al Estado, de allí la desnortada simpatía de Foucault por el chiísmo iraní desde un sauna gay de San Francisco. Hasta el sida fue entendido por Foucault como «experiencia límite» (página 156 de Dean y Zamora).
Para habilitar ese espacio de prueba y experimentación, el Estado debía retraer su maquinaria disciplinaria de leyes, supervisiones y categorías de asistencia social y transformarse en una «tecnología ambiental», un entorno de estímulos sin carga moral ni jurídica, que no sujete al individuo sino que permita que se constituya en sujeto por sí mismo. El piso de la pobreza debería ser un «impuesto negativo» como el propuesto por Milton Friedman, que asistiera a la masa marginal «según una modalidad efectivamente muy liberal, mucho menos burocrática, mucho menos disciplinaria que un sistema que estuviera centrado en el pleno empleo», dice El nacimiento de la biopolítica. Por arriba de eso, la desigualdad no importaba, era parte de una sociedad experimental en donde cada uno sería «empresario de sí mismo». Más adelante, exegetas neoliberales de Foucault, como su exalumno François Ewald, ubicaron a esos empresarios de sí mismos en un «tercer sector» de emprendedores creativos, entre el Estado y las empresas tradicionales. El mismo tercer sector que José Luis Coraggio llama «economía popular», los mismos empresarios de sí mismos que José Nun llama «masa marginal». Foucault también hablaba de nosotros.
Sometimes dead is better
«La tragedia del pensamiento de Foucault―dice Behrent―radica en que las herramientas conceptuales que él había desplegado con tanta destreza para enfocar una menguante luz crítica sobre la sociedad de posguerra se mostraron inequívocamente menos incisivas a la hora de ocuparse del orden neoliberal emergente». Dean y Zamora agregan que
«Sus afirmaciones acerca del fin de la política, el desplazamiento del discurso de la soberanía por las técnicas neoliberales de gobierno y la relación consigo mismo como la más importante forma de resistencia, no solo están desfasadas con respecto a las preocupaciones de hoy sino que quizás hayan contribuido a nuestro atolladero intelectual y al desbarajuste político en el que se encuentran esas sociedades alguna vez llamadas "democracias liberales"».
Es fácil pegarle al neoliberalismo de Foucault con el diario del siglo XXI, más allá de los errores que cometió en su curso de 1979 (leer mal a Maquiavelo y Adam Smith, omitir el concepto de «orden» de los ordoliberales, limitar al neoliberalismo a un fenómeno libresco). Entusiasmado con el neoliberalismo popular y emancipador, no previó la necesidad de un neoliberalismo disciplinario de Estado. Sin embargo, acertó en ver al neoliberalismo como una forma de producir sujetos y, en definitiva, como un tipo de sujeto. La crítica posterior, enfrentada al neoliberalismo efectivo de los gobiernos y las empresas, se concentró en el neoliberalismo como programa económico, como ideología, incluso como religión, sin advertir cuánto neoliberalismo había detrás suyo, en la sociedad que buscaban defender, incluso adentro suyo, en una sensibilidad y un modo de vida muy lejano al de las sociedades keynesianas o estalinistas a las que los críticos del neoliberalismo proponían volver. En lucha contra el neoliberalismo de Estado, no vieron al neoliberalismo popular.
Esa misma desorientación signó a todo el anti-neoliberalismo posterior a 2002 en Argentina. Solo que no se trataba de intelectuales y manifestantes contra un orden neoliberal, sino de un gobierno proponiendo recuperar un orden previo. La experiencia neoliberal de los años 90 había dejado una marca social que la crisis de 2002 agravó y los gobiernos posteriores no pudieron revertir. El piso de pobreza se clavó en 20% y la informalidad drenó por toda la estructura económica, desde los manteros hasta los fideicomisos inmobiliarios, pasando por la bolsa blanca sojera y los supermercados chinos. Esa fue la «sociedad experimental» en donde aprendimos a ser empresarios de nosotros mismos. El Estado de Bienestar neoperonista no logró reciclar esa precariedad en una sociedad salarial modelo 45 (o, mejor aún, modelo 66), sino que subsidió a la precariedad tal como estaba. (El Estado neoperonista era una construcción precaria en sí misma: taxando lateralmente a un complejo agroexportador que no podía gobernar, emparchando los agujeros fiscales con cepos, y controles improvisados y estadísticas manipuladas).
Por debajo de las asignaciones y el furor consumista, sobrevivía y crecía un sujeto neoliberal arisco a cualquier normativa y disciplinamiento colectivo—incluida la «solidaridad» como mandamiento estatal—; centrado en un yo autogestionado, sus ordalías de mercado y sus círculos de pertenencia emocional estrecha: la familia, la tribu y el barrio (privado o precario). Un delincuente de 1950 tenía mayor compromiso con el Estado que un empleado de comercio del siglo XXI, con parte de su sueldo en negro, sus hijos en un colegio privado, su salud en una prepaga, sus ahorros en moneda extranjera, su barrio custodiado por un patrullero vacío con la luces prendidas y la certeza de que en cualquier momento todo se puede ir a la mierda.
La sociedad peronista no resucitó en el cementerio de animales. Volvió otra cosa, distinta y tenebrosa, que aceptó la gubernamentalidad del consumo hasta que el precario bienestarismo empezó a fallar. Con la cuarentena de 2020, experimentó toda la precarización de las últimas tres décadas en un solo año, pero ahora legitimada con un discurso estatal de solidaridad. Y las reacciones vinieron todas juntas: toda forma de solidaridad pasó a ser entendida como fuente de pobreza, al «estado presente» e ineficaz le respondió con el mercado como solución a todo; a la redistribución por inflación, con el furor por la moneda fuerte y fácil (criptos, apuestas y ponzis diversos). No es una sociedad embichada, como quiere metaforizar la película Cuando acecha la maldad, es el viejo sujeto liberal que siempre estuvo ahí, antes sedado con consumo, ahora enervado por la crisis económica y la rebelión del público.
Un arte de gobernar al neoliberalismo acelerado
Es evidente que el neoliberalismo se transformó en algo que Foucault no esperaba. Pero últimamente da la impresión de que se transformó en algo que tampoco los neoliberales esperaban. De allí la incomodidad de muchos de ellos, sean progresistas o conservadores, con Trump, Milei y las nuevas derechas. Me permito barajar una hipótesis: el neoliberalismo tiende a acelerarse, su propia condición experimental lo lleva siempre más allá, montado sobre el flujo tecnofinanciero del capitalismo. En los años 90 rebasó las ilusiones del 79, y hoy rebasa los horizontes de los años 90. La tecnología ambiental fue reemplazada por una digitalidad envolvente; la «constitución experimental del sujeto» por una reafirmación identitaria tribal on line; la «espiritualidad política» por la irracionalidad de la web, y el «empresario de sí mismo» dejó lugar a un «hedge fund de sí mismo»: el proyecto personal se vacía de cualquier identidad que no sea la titularidad del capital humano y gira locamente en busca de valorizaciones inmediatas.
Ese frenesí está resultando mortífero para las instituciones que el neoliberalismo se dio a sí para gobernarse. El neoliberalismo popular está devorando al neoliberalismo de Estado. Las nuevas derechas se suben a esa ola, pero una vez en el poder necesitarán un orden, cualquier orden. Y a la vista de lo que hay que gobernar, el neoliberalismo de Estado puede dejar a la sociedad de Ludwig Erhardt y Gary Becker a la altura de las ilusiones de Foucault. Si Milei llegó al poder gracias al horroroso sujeto que volvió del cementerio de animales, gobernarlo requerirá de algo igual o más horroroso. El éxito o fracaso en construir semejante Leviatán es lo que veremos en los próximos años.
Posdata sobre el «neotradicionalismo»
Algunos entienden que esto que vivimos no es una fase del neoliberalismo sino el fin del mismo y de sus drivers: la globalización y el posmodernismo. Habría que convocar al venerable Ignacio Ramonet, que cuenta con más de 40 años de experiencia pronosticando el fin del neoliberalismo. Solo que donde Ramonet confiaba en un retorno del estatismo izquierdista, los nuevos enemigos del neoliberalismo preven que será sustituido por un orden social y global más tradicionalista y nacional. Y una vez más, el peronismo quiere subirse a esa ola: industria nacional, familia patriarcal, la virgen de Luján y Perón de uniforme militar. Otra vez vamos al cementerio de animales. La sensación de fracaso y la crisis de identidad lleva a muchos progresistas débiles de carácter a unirse a esa procesión.
No puedo discutir en serio con camaradas que la están pasando tan mal. Solo quisiera traer las palabras de uno de los profetas globales del antiglobalismo tradicionalista: Alexandr Dugin. Su libro más célebre y traducido, La cuarta teoría política, es un compendio superficial de las ideas de Alain de Benoist y la revolución conservadora alemana de los años 20 (Spengler, Moeller van der Brucke, un Heidegger bastante berreta). Muchos europeos y pocos rusos entre los insumos de una teoría política que quiere superar las teorías del siglo XX y recuperar la particularidad civilizacional rusa. En «Cuarta práctica política», uno de sus capítulos más inconsistentes pero uno de los pocos que contiene un aporte propio, Dugin admite que: «La demencia postmoderna es muy parecida a la Cuarta Teoría Política y sólo difiere de ella en su horizontalidad y por ser plana. El principal problema de la postmodernidad es su eliminación de cualquier orientación vertical, en términos tanto de altura como de profundidad».
Dugin es consciente de que la «Tradición Única», la philosophia perennis de Guénon, Coomaraswamy y Medrano, tampoco va a volver del cementerio de animales tal como la enterramos. Incluso va más allá y, con ese sentido del humor denso y oscuro que destila todo el libro, parece asumir que su cuarta teoría política no es algo tan en serio, solo otro bucle del zeitgeist actual, y pareciera que mi tocayo se conforma con un gobierno fuerte, la calle más ordenada y menos influencia de la ONU y la CNN en su país. De ser así, el «neotradicionalismo» (hermoso oxímoron) no va a tener problemas en convivir con el neoliberalismo acelerado, incluso puede servirle.
Foto: Estatua del cocodrilo Gena en un parque de Rostov del Don, Rusia, 2010. X: sovietvisual.
Qué buen texto, hermano. Además, no se cómo lo tomarán los camaradas y compañeros aludidos, el tono me parece amable. Te mando un abrazo.
Un texto genial, cómo siempre. Lo único que me hace ruido es la interpretación de "Cuando acecha la maldad".
Me parece que la clave de la película no está tanto en los "embichados" cómo en el ritmo (especialmente en el montaje) de la misma. Algunas películas de terror les darían tiempo a cada personaje para que despliegue su interpretación sobre el fenómeno y otras evitarían ese momento para concentrarse en las afectaciones de los personajes. Rugna nos muestra una cantidad excesiva de interpretaciones a un ritmo desaforado mientras se narra la "lucha" contra los "embichados" . Lo que es más, las mismas lecturas son revisadas constantemente.
La sensación que provoca es una de incoherencia y desorientación total (razón de la mayoría de las críticas negativas de la película).
¿Acaso no se parece esto a la experiencia individual de la web 4.0? Como reemplazo de la discusión "ordenada" (léase: académica o estatal), un furor de análisis malos y apurados que parecieran no llevar a ningún lado (entre otras cosas porque nos da miedo y pudor imaginar, sin falso encono tradicionalista, a donde nos lleva esta experiencia).
Leída en esta clave, me parece que "Cuando acecha la maldad" se acerca más a "La rebelión del público" que al Gato Sylvestre o Martín Kohan.