En los últimos 10 años cualquiera de nosotros se encontró al menos una vez con estos dos sentimientos: la emoción ante una manifestación colectiva que expresaba la lucha y creatividad del pueblo, y la repulsión ante una manifestación colectiva que demostraba la estupidez o crueldad de la gente. Probablemente las personas que se manifestaran en ambos casos fueran casi las mismas. El pueblo más odiado del mundo.
La ambivalencia del «pueblo» y sus manifestaciones no es un problema de los últimos 10 años. Pero hasta hace poco era posible encajonarlo en una cubetera de partidos e ideologías más o menos claros y previsibles. El «pueblo» empezó a enrarecerse con la tribalización de las identidades a fines del siglo XX. Y con el nuevo siglo se produjo un salto cualitativo. La web 2.0 reemplazó a una lógica de comunicación fordista (pocos medios masivos produciendo información homogénea para muchos usuarios) por la horizontalización de la red: todos los usuarios produciendo información customizada para pequeños grupos. El feedback dentro de ese ecosistema derivó en una conectividad cada vez menos orientada al intercambio y más hacia la reafirmación de un «yo» tribal y emocional.
El problema ya no pasa tanto por el contenido ideológico de las manifestaciones sociales como por su entorno y sus medios, que radicalizan y volatilizan al «pueblo», y estresan a todo el orden político. ¿Qué es esto? ¿Qué hacer? Un izquierdista suicida y un ex empleado de la CIA pueden ayudarnos.
La rebelión del público
En 2014 Martin Gurri, un ex analista de medios de la CIA impresionado por la primavera árabe y el movimiento Occupy Wall Street (y cierto desprecio por el obamismo), publicó La rebelión del público, ahora traducido al español por el sello Interferencias. Si bien el título homenajea a Ortega y Gasset, la tesis de Gurri se puede formular como la combinación del «público fantasma» de Walter Lippmann con el «empate catastrófico» gramsciano.
El «público» nació en la Ilustración como audiencia crítica, activa, horizontal pero elitista. Con la masificación quedó aplastado por las maquinarias políticas y periodísticas del siglo XX: autorizadas, concentradas, verticales. Es allí cuando el público queda reducido al fantasma que vio Lippmann: masivo pero pasivo, manipulable.
Para Gurri todo cambió en algún momento del siglo XXI: las nuevas tecnologías le dieron voz a un público que sigue siendo masivo, vuelve a ser activo y ya no es ilustrado. Y se organiza en sectas de «Frontera», grupos pequeños que recelan del «Centro», el viejo mainstream de instituciones autorizadas y concentradas que ya no tienen legitimidad:
«El resultado es una parálisis por desconfianza. Ya está claro que la Frontera puede neutralizar al Centro, pero no reemplazarlo. Las redes pueden protestar y derrocar, pero no gobernar. La inercia burocrática confronta al nihilismo digital. La suma es cero. El mundo que quiero retratar no se caracteriza por el empate. Las fuerzas en disputa son demasiado disímiles, demasiado asimétricas para lograr cualquier tipo de balance».
Es un empate catastrófico entre el público y la autoridad. Gurri se enfoca en el problema político pero las condiciones que lo hicieron posible nacen en el entorno tecnoeconómico: la sociedad industrial y verticalista dejó lugar a la red de retroalimentación horizontal, casi ambiental, de la digitalidad:
«Así es como el homo informaticus experimenta el ambiente transformado: como una inundación amazónica de contenido irreverente, controversial, anti-autoridad, que incluye críticas directas al régimen. Si el homo informaticus intentara absorber esta masa, su cabeza explotaría. Deberá escoger. Por esa misma selectividad, la libertad de elegir sus canales de información, el público quiebra el poder de la clase mediadora creada por los medios masivos».
A diferencia del siglo XX, hoy los políticos que prometan grandes reformas sociales y planes económicos quedarán expuestos a no alcanzar sus expectativas ni las del público. Y no tienen manera de disimularlo. Al final les rinde gobernar de manera más performativa que efectiva, generando lo que Curtis Yarvin llamó un «teatro de la gobernanza»: una ilusión de actividad que satisfaga al público a corto plazo pero con muy pocas posibilidades de que tenga algún efecto real.
Para explicar el fracaso de los gobiernos Gurri se toma de Why Most Things Fail, el libro de Paul Ormerod, un economista especializado en sistemas complejos y procesos no lineales: «Cuando pensamos que estamos resolviendo el problema, en realidad estamos alterando el contexto. Así, la mayoría de las consecuencias no serán las deseadas».
Gurri sabe que el futuro está abierto y que esta nueva situación puede derivar tanto «en el caos como en China». Pero, en aras de salvar a la democracia liberal, propone una suerte de repliegue estoico personal:
«No puedo dirigir un sistema social complejo como el de los Estados Unidos, pero puedo controlar mis expectativas políticas al respecto: puedo elegir alinearlas con la realidad. Para adoptar esta alternativa, debo reorientar las demandas que le hago al mundo desde lo telescópico hacia lo personal, porque la realidad sobre la que puedo actuar reside en la esfera personal».
El problema con esta modesta propuesta es que va a contrapelo de la propia tesis del autor: el nuevo entorno digital fomenta la demanda irracional del público, impulsada por la fuerza de un deseo que se retroalimenta con nuevas aspiraciones y oportunidades. Imposible pedirle que aspire a menos. Por otro lado, es difícil que un halcón liberal como Gurri deje la suerte del orden público en manos de la autodisciplina individual. Al final del libro baraja la idea de open data pero lo gana la sensación de que «hay una decadencia en ciertos momentos históricos, una entropía de los sistemas, impulsada por una dinámica interna».
Sin embargo, puede ser que en el problema esté la solución, como un antígeno. Recapitulemos: a) la raíz de la transformación del público es un nuevo «ambiente» tecnológico que «inunda de información» al usuario; b) el fracaso del gobierno se debe a procesos no lineales que desvían los resultados de las intenciones; c) es necesario atajar la «entropía de los sistemas» alineando la conducta de seres descoordinados.
Gurri está pidiendo lo mismo que sufre: una cibernética. Un sistema de retroalimentación no lineal de información que integre al individuo con su ambiente y demore la entropía.
Contra la cibernética
El pueblo deseante que mortifica a Gurri nació en mayo del 68. Allí la izquierda pidió todo lo que diez años después le daría el capital: el fin del Estado paternalista y de la sociedad salarial, la imaginación del marketing al poder, el turismo como experiencia, la emancipación del deseo irracional en forma de consumo. Algunos de los pensadores del 68 pudieron entrever adónde iba a terminar eso. Uno de ellos fue Giorgio Cesarano. Partícipe del autonomismo operaísta italiano, Cesarano combinó el marxismo duro con el vitalismo irracionalista, un blend que en su caso tenía raíces personales: venía de una familia fascista y admiradora de D’Annunzio. En 1974, un año antes de suicidarse, publicó su Manual de supervivencia, editado este año en castellano por La Cebra Editora.
¿Cómo leer el manual de supervivencia de un suicida? Por un lado, es un texto de época, un eslabón perdido de la izquierda del 68. Cesarano trata de explicar qué pasó que no pasó nada. Como otros contemporáneos, recurre a interpretaciones totalitarias del capitalismo («La contrarrevolución ha realizado el dominio real del capital sobre todo el planeta… Es inútil escapar»). Y busca una nueva fuerza transformadora en el deseo, el impulso vital, irracional de la especie humana. Hasta aquí, nada nuevo para los lectores de Batailleuzeland.
Otro rasgo de época del Manual es su fascinación morbosa con la cibernética. Desde que Norbert Wiener acuñó el concepto, pirateando un poco de cada lado (el kybernetes de Platón, el governor de Maxwell y la teoría de la información de Shannon), la cibernética se transformó en un principio metafísico dispuesto a explicar todo mediante la retroalimentación de información: la epistemología (von Foester), la biología (Maturana), la psicología (Bateson), la sociología (Mead) y el gobierno (Deutsch).
Para Cesarano la cibernética contribuye al «dominio real del capital» al pretender gobernar a la humanidad mediante la calculabilidad y la previsibilidad:
«El capital quiere convertirse nada más y nada menos que en el gestor cibernético y cuantificador del "Otro", donde cada uno autogestione su propia reestructuración descentrada (se transforme en una "terminal biológica" de la computadora que lo minimiza estadísticamente)».
El resultado es «la negación del individuo», «el aniquilamiento de la voluntad y del deseo». Quizás Cesarano sobreestimó a la vieja cibernética. La retroalimentación de datos siguió siendo un paradigma pero las ambiciones filosóficas de la cibernética fueron pinchándose al mismo tiempo que la palabra se inflacionaba. Para cuando William Gibson acuñó el concepto «ciberespacio» en 1981―al que le seguirían el «cibersexo», los «cibercafés», etc―las ideas de Wiener ya eran obsoletas.
Por otro lado, aquél individuo emancipado y su deseo anárquico hoy tienen la mirada desencajada y maquillaje en la papada. En 2023, incluso los cesaranos que sobrevivieron―los nostálgicos de 2001, los huérfanos de Toni Negri, los deleuzianos estatizados―están más preocupados por salvaguardar la democracia tal como existe que por desencadenar ningún tipo de revolución libidinal. Mala época para ser antialfonsinista por izquierda.
El antígeno
Paradójicamente, es la crítica a la vieja cibernética lo que dota de actualidad al Manual de supervivencia. Con el nuevo siglo resurgió el interés por el uso político de la retroalimentación de datos. En octubre de 2001 el colectivo anarquista Tiqqun publicó La hipótesis cibernética, un texto que pone al día la crítica de Cesarano.
La hipótesis es que durante el siglo XX la cibernética reemplazó al liberalismo como fábula política y como tecnología de gobierno. Pero a lo largo del siglo la relación entre capitalismo y cibernética fue cambiando. Si en su momento welfarista buscaba el equilibrio y la regulación, a partir de la crisis de los años 70 la cibernética se adaptó al desequilibrio neoliberal:
«Bajo la iniciativa de Friedrich von Hayek, el paradigma utilitarista es abandonado en beneficio de una teoría de los mecanismos de coordinación espontánea de las elecciones individuales que reconozca que cada agente no tiene sino un conocimiento limitado de los comportamientos ajenos y de los suyos propios.
El problema de la cibernética no es ya el de la previsión del futuro, sino el de la reproducción del presente. El individuo ya no está acreditado por ningún poder: su conocimiento del mundo es imperfecto, sus deseos le son desconocidos, es opaco para sí mismo, todo le escapa».
Sacar sistema de ese caos es su virtud: «La cibernética apunta por consiguiente a inquietar y a controlar en el mismo movimiento. Está fundada sobre el terror, que es un factor de evolución pues provee la oportunidad para una producción de informaciones. El estado de emergencia, que es lo propio de las crisis, es lo que permite a la autorregulación ser relanzada, autoconservarse como movimiento perpetuo».
Tiqqun se disolvió poco después del atentado a las Torres Gemelas. Sus herederos de El comité invisible llamaron la atención del FBI. El caos iba siendo sistema. En 2014, mientras Gurri editaba La rebelión del público, ese iluminista del caos que es Nick Land publicó Teleoplexia, un artículo en el que toma el concepto de roundaboutness del austríaco Eugen Böhm-Bawerk para explicar a la aceleración del capital «como una expectativa cibernética. En todo circuito acumulativo, alimentado por su propia producción, la aceleración es el comportamiento normal. El aceleracionismo mantiene, por tanto, que el problema práctico más común de la civilización moderna habrá de ser la explosión controlada, también conocida como gobernanza o regulación».
Para Land, que devino en trumpista y bitcoinero, esa regulación es el problema, es mejor permitir la sobrecarga e intensificación cibernética del capital, nos lleve hasta donde nos lleve.
Y nos trajo hasta aquí.
La rebelión del público y la crisis de autoridad son el resultado del entorno tecnoeconómico que generó el desarrollo capitalista. El propio Gurri, docente del muy liberal Mercatus Center ubicado en la muy conservadora George Mason University, admite que las empresas se adaptaron mejor que los gobiernos al público rebelde y al fracaso seguro:
«El público ha impuesto a las empresas una única e importantísima exigencia, la misma que le ha formulado al gobierno, los políticos, los educadores, los medios de comunicación y los proveedores de servicios: que cada transacción trate al cliente como una persona, con gustos e intereses activos, y no como un miembro pasivo e indiferenciado de una masa».
Esa customización es posible gracias a las herramientas de feedback que desarrolló el posfordismo, pero no parece ser una opción para los gobiernos. «Así que mi dilema―concluye Gurri―es cómo cuadrar la rebelión del público y la crisis de las instituciones con la aparente supervivencia del capitalismo». Como liberal, Gurri no puede criticar esa dinámica de mercado pero como conservador no quiere resignarse al colapso del orden público que aquella alimenta. Para la gobernanza capitalista, el caos, el nihilismo y la entropía son una forma de orden.
La cibernética de mercado, que vino a reemplazar a la deficitaria cibernética estatal y disciplinar a la sociedad después de la crisis de los 70, se está comiendo a sus propios hijos, Gurri entre ellos. Pero esa cibernética es también la principal herramienta, sino la única, con la que cuentan para redirigir las expectativas del público a un horizonte mejor alineado con las posibilidades materiales presentes. No por nada, el pensamiento contemporáneo está desempolvando el concepto. Quizás necesitemos una tercera cibernética.
En Argentina las fuerzas conservadoras de siempre confiaron el ajuste impracticable de siempre a un aceleracionista, elegido por este pueblo odioso que quiere libertad económica y cosas gratis. Que la crisis de autoridad política restablezca la autoridad económica. No es la primera vez que el poder económico terceriza el gobierno en un antígeno. A veces salió bien, generalmente salió mal. La cibernética no es la especialidad local. Y nuestro pueblo es el más odiado del mundo.
Feliz Navidad.
Foto: Come to Daddy, Aphex Twin y Chris Cunningham, 1997.
Excelente. Muchas gracias. Felices fiestas para vos y tu familia.