La relación de la época de Menem con el neoliberalismo sufre de una suerte de «transparencia opaca»: resulta tan obvia y remanida que pronto alguien sospecha de su existencia. Como si «La carta robada» de Poe tuviera otra vuelta de tuerca en la que Dupin encuentra a la carta tan visible sobre la mesa que concluye que realmente no está allí. Algo similar ocurre con el neoliberalismo como fenómeno global: en medio de los usos y abusos del concepto, parece una tentación de originalidad y agudeza relativizarlo o incluso negarlo como una palabra que ya no significa nada. Pero el neoliberalismo existe y existió, y el menemismo fue parte de su historia. Ocurre que luego de más de cuarenta años de vigencia política (y de ochenta de existencia semántica), ya no es una ideología ni una política económica, sino un modo de vida. Un hiperobjeto que nos envuelve, demasiado grande y cercano para ser percibido enteramente. Si queremos escapar de los equívocos y lugares comunes, debemos recorrer la historia del liberalismo con la mirada poscatastrófica de 2020: explicar sus particularidades y sus diferencias consigo mismo, buscar sus continuidades y rupturas, distinguir el neoliberalismo que murió del otro que vive en cada uno de nosotros.
Tres neoliberalismos
Lo que distingue el neoliberalismo del liberalismo es esencialmente la concepción del mercado como un artificio. Para la larga tradición de pensamiento que solo muy tarde se llamaría «liberal», la mejor sociedad es la que despeja el camino para que una humanidad sociable, egoísta y propietaria por naturaleza circule libre y se ordene sola, sin más restricciones que las indispensables. Para el neoliberalismo, un pensamiento surgido en el clima de guerra y antihumanismo de 1938, el mercado ya no era una institución natural que brotaba espontáneamente de la conducta humana, sino un artificio que debía imponerse a fuerza de leyes y reformas hasta moldear la conducta humana.
Con los colapsos simultáneos del capitalismo fordista y del socialismo real, el neoliberalismo pudo por fin pasar a la práctica. Como modelo económico y social, el conoció tres versiones. La primera de ellas es la de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Deng Xiaoping entre fines de los ‘70 y principios de los ‘80, más allá de algunos experimentos previos. Esencialmente destructivo, este neoliberalismo 1.0 se dedicó a desinstalar las principales instituciones de la sociedad fordista. Así, desreguló mercados, achicó estados, quebró sindicatos, deslocalizó empresas y, en el caso chino, desmontó las comunas rurales. En la dura tarea de construir el artificio del mercado, obró por ensayo y error, y se hibridó con formas sociales previas, como el militarismo o el conservadurismo cultural.
Las crisis de fines de los ‘80 (el lunes negro de Wall Street, las hiperinflaciones latinoamericanas y la caída del comunismo) dieron lugar a una nueva versión del neoliberalismo que combinó la desregulación económica de esa década con la incorporación domesticada de la contracultura de los ‘60-’70. Globalización financiera y multiculturalismo, posmodernismo para todos. Si bien los rostros del neoliberalismo 2.0 fueron Bill Clinton y Tony Blair, la combinación de políticas económicas ortodoxas con apertura cultural tenía portentos europeos como François Mitterrand y Felipe González. Con todo, la patria de esta nueva sociedad líquida fue la Costa Oeste norteamericana, tierra del complejo industrial militar, la multiversity, el hippismo y la condensación de todo eso en Silicon Valley.
La crisis de 2008 terminó de derribar el neoliberalismo 2.0 y dio lugar al orden actual, todavía en construcción: desglobalización, relativización del Estado de derecho y reacción contra el pluralismo cultural de los ‘90. Estaría tentado de no llamar neoliberalismo 3.0 a esto si no fuera porque la mercantilización plena de la humanidad y la emancipación del capital siguen allí.
El neoliberalismo 1.0 en Argentina: una obra inconclusa
Al aterrizar en suelo argentino, esta prolija historia política se dobla y cruje. No se trata de que la Argentina sea «el lugar donde mueren las teorías», sino que el capitalismo es un evento transgénico que articula diferentes elementos de su entorno para desplegarse mejor y en cada tierra requiere de un germoplasma particular, un conjunto de instituciones y decisiones que compensen su inestabilidad intrínseca y lo legitimen ante la población y sus valores. Y la orografía social argentina es pedregosa.
La historia es conocida: el 4 de junio de 1975, el ingeniero Celestino Rodrigo, antiguo colaborador del general Savio, exfuncionario del primer peronismo y flamante ministro de Economía de Isabel Perón, tomó como siempre el subte A rumbo al ministerio, desde Acoyte a Plaza de Mayo, y anunció un feriado cambiario de 5 días y una devaluación que aumentó el dólar comercial un 160%; el gas y la electricidad, un 60%; la nafta, un 181%. Fue el tiro del final para una economía industrial y mercadointernista que había nacido en los años ’30, acumuló inflación por treinta años (antes de la crisis del petróleo, Argentina era uno de los ocho países con más inflación del mundo) y ahora agonizaba en los brazos del tercer peronismo; un shock que disparó una pequeña revolución cultural entre los que aún disponían de ahorros. «No fue en 1975 que nos enteramos de que existían los bonos, los dólares, las bicicletas, etc―señaló Juan Carlos de Pablo seis años después del Rodrigazo―; en 1975 nos dimos cuenta de que operar con ellos, que siempre nos pareció que solo podría ser hecho por media docena de expertos, era más fácil de lo que parecía». Pero un cambio de costumbres no construye un sistema. El Rodrigazo fue una muerte sin transfiguración: el cuerpo de la economía peronista quedó tendido en el escenario sin que nadie lo retirara. El neoliberalismo 1.0 debería esperar hasta marzo de 1976.
El neoliberalismo de José Alfredo Martínez de Hoz fue esencialmente una obra inconclusa. El plan original de disciplinar a la sociedad dolarizada de facto por el Rodrigazo dentro de un orden de ahorristas frugales, consumidores educados e inversores audaces, sin industria parasitaria que entorpeciera el torrente financiero, debió acomodarse a las internas de la Junta y el nacionalismo económico ya instintivo de los militares. Así, desreguló las finanzas sin privatizar una sola empresa pública y diezmó a la dirigencia obrera sin tocar la legislación laboral peronista, más allá de los convenios colectivos de trabajo. Tratando de regenerar toda una economía con medidas de corto plazo y gambitos diversos, Martínez de Hoz construyó una maqueta de capitalismo que se autodestruiría al final de su gestión en 1981. Lo que siguió fueron diez años de errancias y trastabilleos de un zombie capitalista, un gólem ni muerto ni vivo que cargaba pedazos putrefactos de desarrollismo y embriones abortados de ortodoxia fiscal. La ambulancia económica de Sigaut y Wehbe, el rigor impotente de Alemann (lo más cercano a una gestión «austríaca» que tuvimos), el keynesianismo trasnochado y sentimental de Pugliese, la tecnocracia de Sourrouille y los manotazos ortodoxos de Machinea con sus planes Austral II y Primavera que llegaron demasiado tarde: para 1989 ya no existía un país económico del otro lado de las ventanas del Palacio de Hacienda.
Las raíces intelectuales de un neoliberalismo plebeyo
Como viene pasando desde el Facundo de Sarmiento, lo que la Argentina no resuelve en las cosas lo compensa con una intensa actividad reflexiva. No faltaron apóstoles de la nueva economía, desde el centelleante Bernardo Neustadt hasta el casi secreto Emilio Perina, pasando por un soldado secular como Álvaro Alsogaray. Pero solo uno fue capaz de basar el refusilo librecambista en una idea sólida de la sociedad argentina: Julio Ramos.
Personaje marginal, de formación tardía e infancia desarraigada, Ramos se fogueó como periodista en el suplemento económico del diario La Opinión de Jacobo Timerman, aparecido una semana después del golpe de marzo de 1976. Para diciembre de ese año, Ramos concluyó que los nuevos tiempos requerían un periodismo económico más agresivo y seguro. Con un pequeño combinado de periodistas fundó Ámbito Financiero, un diario de 20 páginas con las tasas de todos los bancos y un mapa de la city porteña en la contratapa. El diario fue un éxito inmediato y se posicionó como la fuente de información de todo el mercado. Allí se formaron economistas que harían carrera tanto en el periodismo como en la política. Pero la más notoria de sus creaturas fue su también su constante antagonista: Domingo Cavallo, por entonces asistente del general Liendo en el Ministerio del Interior, un «economista joven y relevante, que tiene reconocimiento en casi todos los sectores, muy técnico, muy inteligente». Ante los resquemores de Ramos por la heterodoxia de las medidas propuestas para paliar la crisis de 1981, entre ellas la nacionalización de la deuda externa, Cavallo se presentó en la redacción y le dio un reportaje exclusivo.
Ámbito Financiero democratizó la información económica en plena dictadura, transformando el lenguaje y la lógica financieros en parte del vocabulario y el sentido común de pedazos enteros de la sociedad argentina. Aun en pleno colapso político y económico de la dictadura, Ramos confiaba en el hombre nuevo por nacer en el mercado: «Algún día tendrán un peso regulador fundamental en el país esas clases medias que en estos años viajaron al exterior y conocieron economías verdaderamente evolucionadas, mercados absolutamente competitivos». Ya en democracia, el diario torpedeó pacientemente la gestión alfonsinista de la economía y, en vísperas de la hiperinflación que venía anunciando desde el día uno, Ramos acuñó un concepto que sería abrazado por académicos y políticos progresistas: el «golpe de mercado». Esto es, una apuesta al dólar que comienza cuando los especuladores perciben que se pierden reservas, y se esparce cuando «el grueso de la gente ‒que es el mercado: una forma donde la gente opina y vota día a día‒ llega a percibir lo mismo, ahí se produce el golpe de mercado». Así, el mercado y sus operaciones dejan de ser patrimonio de una clase: es de todos.
En la misma línea de pensamiento se puede entender su particular ética plebeyista de mercado. Al diario de Ramos nunca le preocupó la corrupción más allá de la denuncia al sindicalismo y el capitalismo prebendario. Entendía que la política es necesariamente corrupta y que el único partido capaz de lidiar con ella era el peronismo. Tras la idiosincrasia yuppie de Ámbito campeaba el sueño de un capitalismo popular, gobernado escuetamente por algún caudillo pícaro que mantuviera el déficit a raya, y tan desregulado que hasta los más pobres tuvieran su oportunidad de mercado.
La noche de Morón
En 1984 entró al diario Juan Bautista «Tata» Yofre, un operador de la derecha peronista. Su enfrentamiento con Cafiero lo acercó a Menem, cuya campaña cubrió desde el menemóvil. La afiebrada crónica de Yofre sobre esa experiencia de devoción popular circuló en fotocopias por varias unidades básicas y despertó el interés de Ramos. Una escala del menemóvil en la casa de Juan Carlos Rousselot en Morón fue la excusa para el encuentro. Menem y Ramos conversaron durante esa noche moronense y la conclusión del periodista fue lapidaria: Menem no tenía un plan económico, era un significante vacío listo para ser llenado con su sabiduría ortodoxa. Ramos siempre había lamentado que «la Argentina fuera un país condenado a ver ejecutar políticas liberales por quienes no las sienten a fondo», es decir, militares y radicales. Ahora la historia le demostraba que el origen del problema podía ser la solución: un provinciano plebeyo con la fe de un peronista y el programa de un liberal.
Menem llegó a ser presidente y Yofre, su secretario de Inteligencia y su contacto con Bunge & Born. Ramos, que ofició de embajador del menemismo en la city, no ganó mucho: quedó fuera de las privatizaciones y sonó como posible ministro de Economía. Cuando la posibilidad de ocupar el cargo se alejó, ofreció como candidatos a sus jóvenes columnistas Walter Graziano y Martín Redrado. Finalmente aconsejó que el ministro fuera Cavallo, «pero solo por algunos meses».
Los tres tiros del neoliberalismo 2.0 en la Argentina
«Menem tiene que reconstruir el poder del Estado y las urnas no otorgan poder suficiente», escribió en 1989 Jorge Castro, lo más parecido a un intelectual neoconservador argentino. La invitación al autoritarismo sobrevoló hasta 1991 y no faltaban ejemplos regionales. Pero podemos extender el criterio de Castro y decir que Menem debía construir un neoliberalismo 2.0 allí donde el 1.0 había fracasado: terminar la tarea destructiva que Martínez de Hoz había dejado por la mitad, matar al gólem y construir por fin un artificio de mercado que no corriera la misma suerte. Y no solo las urnas no otorgaban poder suficiente. las armas también habían fallado en la tarea. El neoliberalismo 2.0 debería adaptarse a la sociedad argentina, sus corporaciones, su clase media y su «hedonismo crematístico», al decir de Ramos.
Entre junio de 1989 y abril de 1991, Argentina vivió un caos, la partera violenta de la década que más tarde la memoria colectiva catalogaría como «fiesta». El neoliberalismo menemista fue producto del caos, el tanteo y la experimentación. Podemos ordenar ese proceso en tres disparos que buscaban dar en el blanco de un neoliberalismo viable en el país.
El primer tiro apuntó a devolver la economía a sus dueños. El plan de Bunge & Born marginó a los técnicos que asesoraban a Menem (Di Tella, Curia, Cavallo) y puso al frente del ministerio a dos hombres de la firma: el experimentado lobista Miguel Ángel Roig y el grisáceo gerente Néstor Rapanelli. El plan era tan poco inspirado como el staff: subsidios para la patria contratista, ajuste del sector público y «dólar recontraalto» para ganar competitividad pulverizando salarios. Un nuevo plan de estabilización como tantos que se habían sucedido desde 1959, administrado con la fuerza de un electroshock para revitalizar un cadáver industrial. No anduvo. Analizando el fracaso del Pacto Social de 1974, Liliana de Riz señaló que partía de una premisa que jamás estuvo: la existencia de una burguesía nacional. De igual manera, el plan B&B buscaba dar competitividad a una clase empresaria que hacía rato sabía hacer negocios con la decadencia y el caos.
El segundo tiro apuntó al librecambismo argentino clásico: Álvaro Alsogaray, gladiador de mil batallas económicas, pertinentemente escondido detrás de Erman González, cara autóctona y amable del ajuste. Los planes Erman del I al V resumen el ideario histórico del liberalismo argentino, esto es, alineamiento irrestricto con los Estados Unidos, privatización de casi todas las empresas públicas, violenta disminución del gasto público mediante la reducción del personal estatal e intransigencia total ante las huelgas, todo mediado por la licuación del Plan Bonex. Un paquete de medidas que en la Inglaterra de Thatcher había llevado dos mandatos, en Argentina se ejecutó en un año. Pero el mercado no premió el esfuerzo y en enero de 1991 hubo una nueva corrida cambiaria. La sociedad estaba exangüe, la munición económica se acababa y el gólem no moría.
Para entender el tercer y último tiro debemos repasar someramente el menemismo que no fue. Menem había llegado al gobierno al frente de una antiélite, con retazos de todo lo que había quedado afuera de la breve hegemonía alfonsinista (y renovadora): la vieja guardia sindical anticomunista, caudillejos del interior, sobrevivientes de los setenta, emprendedores más que turbios, carapintadas, etc… Su propio liderazgo, esencialmente emocional y desprovisto de cualquier coherencia ideológica, conceptual e incluso gramatical, se acomodaba bien al frente de una cadena de significantes tan caótica. Era el tipo de constelación marginal que apuntalaba varios de los liderazgos extrasistémicos que llevaron adelante las reformas neoliberales en la región. Y ese pudo haber sido el menemismo de haberse impuesto Barrionuevo y la Plaza del Sí: la movilización de una base social propia, nueva y heterogénea, bajo un liderazgo fuerte que gobernara en estado de excepción permanente. Pero la resistencia de los ex renovadores acantonados en el hotel Bauen encuadró la experiencia dentro del viejo gran Partido Justicialista, y el camino de Menem se acercó más al de Salinas de Gortari que al de Fujimori.
Es en este contexto de normalización que el neoliberalismo argentino encuentra su forma más exitosa. En marzo de 1991 el congreso de actualización partidaria del PJ aprobó la fórmula «economía social de mercado» para explicar, o al menos nombrar, todo lo que estaba pasando. En abril, Cavallo, nuevo ministro de Economía, envió el proyecto de Ley de Convertibilidad de la moneda al Congreso. La institucionalidad era un requisito del propio Cavallo para distinguirse del decisionismo previo y encarar sus reformas con la firma de todos. Era el tercer tiro del neoliberalismo argentino, el que daría en el blanco.
El neoliberalismo 2.0 en Argentina: una herejía de mercado
La Convertibilidad fue una herejía de mercado, una medida elemental y vetusta, que había aplicado casi un siglo atrás Julio Argentino Roca para evitar la sobrevaloración del peso. Trabar con un palo un engranaje fuera de control. Política económica steampunk a nueve años del siglo XXI. El propio Cavallo se había burlado de la propuesta cuando Eduardo Curia la llevó tímidamente a la mesa de técnicos durante 1989, y el FMI la condenó con toda la ortodoxia académica de su lado. Pero esta herramienta monetaria decimonónica se transformó en la política económica más exitosa y consensuada de la Argentina del último tercio del siglo XX.
Cavallo obraba sobre el diagnóstico de Ramos: el hedonismo argentino, capaz de negociar todo menos su consumo globalizado, moral, marca de distinción y ascenso social que apuntalaba la «clase media», esa vieja inferencia estadística rebasada de significados, mandatos y aspiraciones. El neoliberalismo argentino no se paraba en la épica surcoreana de una nación exportadora ni en el ascetismo británico de la austeridad; por el contrario, fue consumo, derroche, déficit fiscal en las provincias, herejía de mercado y patas cortas: para 1992, con una nueva corrida, ya se dejaban sentir su rigidez, retraso cambiario y la fuga hacia delante de una dolarización de hecho. Pero todavía en 1999 pocos se atrevían a criticar abiertamente la Convertibilidad. Entre ellos estaban Héctor Valle, Marcelo Lascano, Daniel Muchnik, un resentido Eduardo Curia y no muchos más.
A la herejía de 1991 le siguió la de 1995. Con el efecto Tequila se fueron los últimos dólares baratos de los años ’90: Estados Unidos subió sus tasas de interés, Brasil devaluó para cubrirse y ya quedaba poco que privatizar. Un Menem reelecto en primera vuelta tenía toda la legitimidad para romper el hechizo. No lo hizo. Se habló de una canasta de monedas y de reformas de segunda generación, pero nadie se atrevió a devaluar. Fue la segunda herejía del neoliberalismo argentino: atarse a una Convertibilidad que ya no beneficiaba a ningún sector estructural de la economía más allá de las deudas en dólares los insumos importados, pero sí satisfacía superficial, incluso simbólicamente, el consumo argentino, a los sobrevivientes de la sociedad salarial, el emprendedorismo obligado de los márgenes, que todavía manejaban pesos fuertes. Un neoliberalismo sin burguesía necesita un sujeto y lo terminó encontrando en su pueblo consumidor, ese al que nadie se atrevió a quitarle su Convertibilidad, aún a costa de extinguirlo, como los rapa nui se extinguieron por consumir sus recursos en monumentos inútiles.
En esta época de menemismo fosilizado se pudo ver el efecto de un neoliberalismo maduro. Las resistencias ya habían sido quebradas o domesticadas en el circuito folklórico de proclamas y protestas. Solo los piquetes, aún radiados, y la marginalidad urbana subvertían el orden. Para los que salimos a la civilidad y el mercado en aquellos años, el antimenemismo era algo tan instintivo como el consumo de productos importados. La hora de tren desde mi barrio de calles de barro duro hasta avenida Santa Fe o Galería Jardín, y la vuelta con libros, revistas y cds importados en la mochila, esquivando borrachos sin trabajo que pedían una moneda, o sus hijos en barra, que pedían un poco más, eran la normalidad insensibilizada de una persona que no había conocido la Argentina peronista más que por relatos familiares. Pero esta no es la historia de mis sentimientos, sino la de Menem y el neoliberalismo argentino.
Plebeyismo y modernización
Arriba dije que un rasgo del neoliberalismo 2.0 es su particular apertura cultural. ¿Esto también fue así en la experiencia local? No hubo una política cultural menemista, más allá del reparto del botín entre amigos como Julio Mahárbiz o Gerardo Sofovich. La cultura menemista fue la sociedad civil que hizo posible. «Pizza con champán» es la fórmula que se usa para definir a la cultura de los noventa: lo bajo y lo elevado juntos y mezclados, signo de la posmodernidad según Jameson, o del siglo según Discépolo. La primera duda que plantea esa fórmula es si se trató de la plebeyización de las clases altas, con sus nuevos ricos pero también con los viejos ya sin los pudores oligárquicos; o si la distorsión del dólar barato llevó champán a los hogares de la pizza, un lujo pasajero que se pagaba con deuda externa y desempleo estructural. En cualquier caso, el componente plebeyista del neoliberalismo 2.0 en Argentina es parte de su perfil cultural.
Por otro lado, la cultura es parte de la economía, sus bienes también son mercancías. La apertura comercial no dejó de influir en este aspecto. Por debajo de la muy estudiada concentración de las industrias culturales, el 95% de las empresas de bienes y servicios culturales en los años 90% eran pymes que participaban apenas de la mitad de la facturación total del sector aunque alcanzaron los 13.000 millones de dólares de déficit, un problema estructural de toda la economía de la Convertibilidad, pero también la huella de una modernización: nuevas tecnologías de edición, derechos de autor de obras extranjeras, visitas internacionales, ediciones importadas de libros, cds y vhs. Todos esos dolores de cabeza de la macroeconomía, que se pagarían con deuda desde 1995 y con ajuste desde 1998, equiparon culturalmente al país y enriquecieron su consumo, con el consecuente efecto político y social. Aquella mochila que volvía cargada de modernidad importada a un barrio desindustrializado. Souvenirs de la herejía de mercado que coincidió con la primera juventud de los nacidos en dictadura. Aquel no fue nuestro tiempo, que recién empezaría en 2001, aquella fue nuestra educación sentimental. Revisarlo no es nostalgia ni idealización, es un inventario de las cosas que aún pueblan el espíritu de una generación: el tomo de La voluntad y el catálogo de FCE en Gandhi, Patricio Rey o Divididos sonando más duros gracias a un estudio en Los Ángeles, la rebeldía importada de Chiapas, el parricidio cultural posible solo por el acceso a nuevos consumos, el adiós obligado a un destino de proletariado industrial casi atávico, la naturalización de la pobreza. Objetos y experiencias que hicimos detonar a su debido tiempo.
Hijos de un neoliberalismo fallido
Las contradicciones del neoliberalismo argentino terminaron de explotar en 2001. No tiene sentido volver sobre una historia tan contada. Solo quiero retener que el colapso fue parte del sistema: celebrar el 91 y buscar culpables del 2001 a mitad del camino es intelectualmente deshonesto. La única manera viable de aplicar el neoliberalismo en la Argentina fue la doble herejía de la Convertibilidad, con su destino tatuado en la frente desde el primer día. Los 20 años que siguieron al colapso vienen preñados por su origen: políticas de la antipolítica, gestiones de la precariedad, orfandad de los grandes consensos de la posdictadura. La pregunta es cuánto queda de aquel neoliberalismo entre nosotros. Muchos vieron en los progresismos latinoamericanos de principios del siglo XXI ciertas continuidades con el neoliberalismo de fines del XX. Eso puede ser cierto para los casos de Bolivia y Brasil, por no hablar de Uruguay, Ecuador y Chile, que llevaron adelante prolíticas de redistribución manteniendo los compromisos fiscales y monetarios ortodoxos.
En una Argentina que ya pasó su segunda década de inflación, déficit y deuda en el siglo XXI, no se puede decir lo mismo. Esto puede hablar de la mayor radicalidad o la menor pericia del kirchnerismo, pero también de la inherente levedad del experimento de los ’90. Si el neoliberalismo 1.0 en este país fue una obra inconclusa, el 2.0 fue una creación fugaz, destinada a morir sin descendencia. Una prueba de ello es la esterilidad del menemismo, que solo en Córdoba dejó algunos genes (convenientemente negados): un peronismo plásticamente conservador y amigo del mercado. Pero es necesario admitir que el antineoliberalismo kirchnerista fue tan frágil como el neoliberalismo que lo precedió. Luego de 18 años de exilio y proscripción, Perón se encontró con la misma sociedad salarial y sindical que había creado; mientras que apenas cuatro años de gobierno democrático no kirchnerista parecen haber bastado para perderlo todo.
Quizás esa precariedad sea el verdadero legado del neoliberalismo argentino. Luego de los ’90 nada dura, nada se estabiliza, solo la propia precariedad, esa marginalidad que aprendí a esquivar de vuelta al barrio en la adolescencia y que hoy me envuelve donde quiera que vaya. Esa marginalidad que aprendió a gobernar el kirchnerismo con herramientas que el macrismo no se atrevió a resignar. Esa marginalidad que nos acecha y es lo que realmente sobrevive del neoliberalismo en cada uno de nosotros: el fin del empleo asalariado, la fragmentación y saturación de las identidades, la inestabilidad como régimen, la mercantilización de cada aspecto de nuestras vidas, las aspiraciones deficitarias como reclamo constante a una economía que no puede más.
Alguna vez escribí que «nos hicieron neoliberales y no saben cómo gobernarnos. El intento de transformar a cada uno de nosotros en un empresario de sí mismo chocó con la imposibilidad de ampliar el mercado para todos». En las condiciones particulares del neoliberalismo argentino, aquello se agrava. Los proyectos fallidos de neoliberalismo nos dejaron su precariedad social sin su correspondiente capitalización, tenemos el mercado laboral del neoliberalismo con la macroeconomía del alfonsinismo. En estas condiciones de frustración del capital, la ofensiva política y económica del neoliberalismo 3.0, venga de Cambiemos, de China o de la Fundación Libertad, puede ser mucho peor.
¿Con qué resistir a eso? Con lo que hicieron de nosotros. Los ’90 terminaron mal, el menemismo está muerto, somos los herederos de la herejía de mercado; esta marginalidad debería unificarnos, aquel capitalismo plebeyo debería recordarnos que nosotros también podemos portar un proyecto de modernización y de libertad económica, sin nostalgias ni capitulaciones.
* Una versión de este texto apareció en el libro ¿Qué hacemos con Menem?, compilado por Martín Rodríguez y Pablo Touzon, y editado por Siglo XXI Argentina en 2021.
Muy bueno, me gustó. "Como viene pasando desde el Facundo de Sarmiento, lo que la Argentina no resuelve en las cosas lo compensa con una intensa actividad reflexiva." es masomenos Marx en la Ideología Alemana hablando de Alemania.
Saludos,
Martín desde Londres
Muy bueno!
Al leerlo, me vino a la mente una entrevista a los autores de "La nueva razón del mundo", que leí hace varios años en Lobo Suelto.
Ahí decían algo que guardé porque representaba lo que yo sentía sobre cómo habían cambiado el trabajo, las relaciones, la vida: "...cada cual está llamado en adelante a concebirse y conducirse como una empresa, una “empresa de sí mismo” como decía Foucault. Ser “empresa de sí” significa vivir por completo en el riesgo, compartir un estilo de existencia económica hasta ahora reservado exclusivamente a los empresarios. Se trata de una conminación constante a ir más allá de uno mismo, lo que supone asumir en la propia vida un desequilibrio permanente, no descansar o pararse jamás, superarse siempre y encontrar el disfrute en esa misma superación de toda situación dada. Es como si la lógica de acumulación indefinida del capital se hubiese convertido en una modalidad subjetiva."
Y ahora vuelvo a encontrar esa sensación de algo que pienso, reflejado en tu texto.
Yo también volvía a mi barrio de San Martín esquivando la marginalidad, los padres y sus hijos, que quedaron en la calle cuando quebró la fábrica Gatic. Y lo que siguió desde entonces es una precariedad que no dejó de crecer, como vos decis.
No soy muy optimista frente a este escenario, pero poder encontrarse en un texto y volver a pensar en estas cuestiones ya es bastante alentador.
Gracias.